Una vez más mi andariego destino me lleva a recorrer de nuevo una parte de la República Argentina.
Después de haber cruzado las provincias en diversas épocas, y en varios sentidos, hoy me veo en el caso de atravesar los territorios nacionales, deteniéndome en sus capitales, cortando sus pampas, vadeando sus ríos, ascendiendo sus serranías o montañas, y practicando, en fin, esas visitas de inspección de que un hombre observador puede sacar tanto provecho para completar sus conocimientos geográficos, y darse, y poder dar cuenta a los otros, de qué es, y de qué son estas inmensas comarcas, que hoy por hoy constituyen la herencia que el pueblo del presente ofrece a la humanidad del futuro.
Hago, pues, mis maletas: Mas no son las que hice en 1889 para recorrer el litoral ni para atravesar de Mendoza a Chile, donde lo trillado del camino hace innecesario los grandes preparativos; no son, tampoco, las que preparé en 1895 para la organización del censo nacional, en que iba de capital en capital: son días muy distintos, en los que se empieza por preparar chifles para llevar agua potable que consumir en ciertas áridas travesías, y se termina por las alforjas para las municiones de boca (las más importantes de todas las municiones), y el apero que es la montura del día y la cama de la noche.
Mi viaje empieza por el territorio del Neuquén.
Treinta y siete horas en ferrocarril, me han bastado para llegar a la margen de este hermoso y caudaloso río, donde hace menos de veinte años asentaba sus reales aquel poderoso monarca de las pampas argentinas, que, hoy, destronado, se consuela de su perdido imperio vistiendo un abigarrado traje de coronel, que la nación le ha dado en cambio de su antigua soberanía ¡Namuncurá!
¡Cuántos recuerdos despierta ese nombre en la mente de un argentino!
El viernes 3, a las 8.45 de la noche, salí de Buenos Aires por el ferro-carril del Sur; el domingo 5, a las 10 de la mañana, estaba en el sitio en que hoy escribo.
Han desfilado ante mis ojos, desde las ventanillas, pueblos, ciudades, aldeas, ríos; el Colorado, que fue la lejana frontera de 1833; el río Negro, cuyo curso superior fue un misterio hasta la campaña de 1880; y he visto numerosas poblaciones, nacidas a la orilla de los rieles, como los sauces que brotan espontáneamente en el desierto, allí donde se forma un hilo de agua.
Saliendo de Bahía Blanca, el antiguo punto «términus» de nuestra civilización, todo, o casi todo lo que se ve, es nuevo, es hijo del hombre inteligente sobre la barbarie que durante tantos siglos tuvo por aquí sus guaridas.
Cuando se medita en esto, cuando se vuelve la vista al pasado, y se recuerda lo que fueron estos vaporosos desiertos en que numerosas tribus salvajes y centenares de caciques y capitanejos pusieron una valla insalvable a la civilización, se bendice el trabajo de la inteligencia, que arrancó estos territorios a sus bárbaros poseedores, para hacer de ellos la herencia del pueblo argentino.
La línea de Buenos Aires al Neuquén (margen derecha) tiene 1,240 kilómetros de extensión, y su altura sobre el nivel del mar, en este punto, es de 315 metros.
El río, ancho, caudaloso, de rápida corriente y de aguas fúlgidas y límpidas, está cruzado por un grandioso puente que tiene siete tramos de hierro (cada tramo tendrá unos 50 metros) y completados por otros de madera, seguidos de terraplenes, después de los cuales varios de hierro de extensión relativamente corta, contribuyen a salvar el desnivel que existe entre el cauce del río y sus lejanas barrancas.
Dos pueblos se encuentran en formación al extremo de esta línea; el de la margen izquierda, que se conoce con el nombre de Limay, y el de la derecha, que se llama Estación Neuquén.
El conjunto tiene aquí otro nombre; los vecinos le llaman La Confluencia porque están situados en el punto que los dos ríos confunden sus aguas para formar el río Negro.
Estos pueblos son el embrión, casi informe, de los que se formarán en el futuro. Centro actual del comercio de gran parte de dos territorios nacionales, Río Negro y Neuquén, reciben en carretas, en arreos de mulas, en caravanas y tropas, los cueros, las lanas, las pieles de la inmensa zona unida por la línea férrea.
Su población actual es en su mayor parte adventicia; trabajadores de la línea férrea, troperos, estancieros que van y vienen de sus propiedades, artesanos que preparan los convoyes para el interior, algunos comerciantes que surten de los productos de consumo a los que se dirigen a las lejanías del oeste; pocas mujeres—esto constituye la mayor parte de sus actuales habitantes.
Pronto me relaciono con los principales vecinos.
Me alojo en la fonda de la «Buena Vista» del Neuquén, establecimiento del comerciante D. Celestino Dell’Anna, que por una rara casualidad responde a su calificativo.
La casa, edificada como todas las de estos parajes con barro asentado sobre arquitrabes de madera, se encuentra a la orilla del Neuquén y a cien metros de la desembocadura del puente: se alza una docena de metros sobre el nivel del río, y desde el interior de sus piezas puede contemplarse un bellísimo panorama.
Sobre el fondo de un cielo, que por aquí casi siempre está puro, ó apenas pintado por algunas nubes, se destaca al confín del horizonte la pequeña serranía o más bien dicho, barrancas, que forman las costas del valle; más cerca, se ven las casitas del vecino pueblo; a los pies corre, impetuosa el agua del río, no ya murmurando cuando choca contra las sólidas columnas de hierro del puente, sino quejándose rabiosamente y arremolinándose con furia, para salir después, como caballo desbocado, limando las piedras de su fondo y orillas y formando aquí y allá numerosos bancos, cuya posición cambia a su capricho.
El río tiene por aquí la pendiente de uno por mil, y aun algo más, y sus crecientes o avenidas suelen ser tan fuertes que inundan toda la comarca, especialmente en 1898, en que, como es sabido, los ríos de la Patagonia cubrieron inmensos territorios.
Alguna arboleda, principalmente álamos y sauces, alegran la vista, y con viento casi siempre fuerte, y que levanta nubes de polvo y arena, obliga a estar llevándose continuamente el pañuelo o las manos a los ojos.
Los Sres. Infante, Roca, y Álvarez Rodríguez, empleados de la gobernación del Neuquén, nos favorecieron con su compañía para recorrer los alrededores en buenos caballos. Mi compañero de viaje, el Sr. Rossi, fue también de la partida, y empezamos las excursiones por los alrededores.
Poco después estábamos en las márgenes del Limay. El río corre contenido por altísimas barrancas y se divide en varios brazos, más o menos caudalosos, pero siempre de aguas mansas y purísimas.
Una arboleda frondosa señala desde lejos, su curso.
Contemplé con cariño, casi con orgullo, aquellas aguas de un río cuyo curso pasó desconocido hasta hace casi un cuarto de siglo, porque cruzaba comarcas que no había pisado todavía, otra planta humana que la del indio indómito y bravío.
Hoy sus exquisitos peces (he comido truchas muy ricas pescadas por aquí), pueden recrearse, si eso les agrada, oyendo el silbato de las locomotoras, ¡que de seguro no confundirán con los antiguos alaridos de los indios!
Visité la comisaría, modestísima construcción de palo y barro, que tiene el increíble mérito de no haber costado desembolso alguno al erario, porque ha sido hecha por sus mismos habitadores—el comisario y su piquete de gendarmes—cuyo armamento custodiado en un estante, sirve para imponer el debido respeto a los pacíficos moradores de estas comarcas.
El juzgado de paz, a cargo del Sr. Pascual Claro, fue también objeto de una rápida visita.
Dos ranchos de barro, una mesa y varias sillas, lo constituyen por entero.
Tuve el gusto de examinar los libros del registro del estado civil: después de su estudio, aconsejo a los médicos que no se acerquen por aquí, sino de paso: en cambio, recomiendo a las familias que vengan con sus hijos: en todo el año 1901 hubo 37 nacimientos, ¡y solamente nueve defunciones! Y aun de éstas dos fueron por heridas, dos de nonatos, es decir, nacidos muertos, y una persona que se murió de vieja. Quedan, en realidad, cuatro defunciones por enfermedades.
Está demás decir que aquí no hay médicos. . .
Cerca del juzgado de paz se encuentra la casa de comercio «La Maragata del Neuquén» de Fernández y Carro. Esta casa, como todas las de estos parajes, tiene un surtido tan general, que es más difícil decir lo que les falta que lo que tienen.
Ellas son, desde luego almacenes de comestibles y bebidas, sastrería, talabartería, venta de artículos de hierro, papel y libros, droguería, carnicería al por mayor y menor, y depósitos de papas y verduras; venden cigarros con y sin bombos; botas y alpargatas; muebles, y máquinas diversas; podrá no ser muy completo el surtido, pero hay de todo…y muchas otras cosas más.
¡Me olvidaba! Son también fondas para las gentes y paradero para carruajes y animales.
Después de lo dicho, claro está que en ella se encuentra establecido el café y club, y que se alquilan caballos, mulas y carros para viaje. . .
Se me olvidan, todavía, cinco o seis ramos más del comercio, como depósitos de leña y maderas, corretaje de frutos del país, agencias de encomiendas, «poste restante» para las cartas de los vecinos, y los demás que suplirá la ya bien predispuesta imaginación del lector.
Es bueno conocer estos detalles para darse una idea de lo que son por aquí las casas de comercio.
Y, naturalmente, así debe ser. ¿Dónde se encontrarían, de otra manera, todos esos objetos que la civilización ha hecho indispensables para la vida?
Pero noto que se me va la pluma, y no es cosa de aburrir, de entrada, a mis lectores.
Ya tendré tiempo, de contar las cosas que vea por aquí.
Gabriel Carrasco, 1902 (Enviado por el Gobierno nacional)
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
Fuente: De Buenos Aires al Neuquén, 1902, de Gabriel Carrasco
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