Otro gremio pintoresco de la vida de Territorio es el agente de policía, llamado cariñosamente por los campesinos el milico.
La mayor parte son rezagos de los regimientos que han hecho guardia de frontera.
Algunos proceden de los cuarteles chilenos y no pocos se dan el lujo de recontar a sus camaradas cómo era de bravo Garibaldi en la refriega.
El milico de Territorio es un tipo nuevo, pero de perfiles imborrables. No es el soldado anónimo y mecanizado por el rasero de la ordenanza militar. Es un conjunto de labriego, de soldado y de matrero. Tiene personalidad acentuada por el orgullo de algún célebre lance renombrado, y sin el sable y el kepis que lo llenan de orgullo y lo comprometen a mirar bien al prójimo, haría parte de la muchedumbre presidial. Para ellos, pedir la baja, o tirar la ropa, como dicen, es el trance más terrible de su vida.
No conocen la ambición. Su sueldo dura un día. Llenada su aspiración suprema de conseguir buen recado, buenas pilchas y un par de botas fuera de ordenanza, lo demás les es superfluo. Su compañerismo se manifiesta sin reatos. Cuando están de marcha, y esto es siempre, la maleta de los vicios y el capón sujeto al anca del caballo, son de todos. Algunos cachafaces que liquidan en el primer boliche su sueldo íntegro, viven el resto del mes de su hermanito, como llaman picarescamente al compañero que está en fondos.
Su tez bronceada y su peculiar psicología no deben examinarse sino al claroscuro de los fogones.
Poco después de acampar en una aguada, sueltan los matungos, tienden el recado, recogen zampa seca y prenden fuego.
Es entonces cuando el ingenio de cada cual principia a chisporrotear, avivado por el fuego del fogón y confortado por el humillo de la carne ensartada en el sable al laito de la llama.
El mate y el tabaco circulan en la rueda, y mientras unos boca arriba miran las estrellas, otros acurrucados al lado de los perros, dejan que su mirada se hipnotice en las brasas o se solace en las gotas de jugo que chorrean por el acero del asador.
Los gritos de los zorros y el chisteo de las lechuzas les despiertan su predisposición supersticiosa, y es entonces cuando principia el recuento de consejas y episodios.
Alguno habla de las rocas encantadas donde duermen los gualichos, o de las aguas de tal o cual arroyo hechizado por las brujas.
Otro jura haber visto una noche a mandinga conversando con una mula redomona.
El viejo Sargento, refiere los lanzazos más celebres de los Capitanejos afamados y las sorpresas nocturnas de los indios sobre la caballada del Regimiento.
Alguno recuerda al finado camarada que se rodó en un ventisquero o que se hundió con mula y todo en los menucos de un vado.
Narrar las comisiones arriesgadas que cada cual ha desempeñado con bravura, es típico en sus campamentos.
Los bandidos más célebres de la frontera desfilan por esas narraciones, con gestos y perfiles legendarios.
Otro habla del compañero que se desgració con el sable, estando franco y bebido; o del que condenó a prisión el Juez Letrado, por habérsele ido la mano al capturar a unos matreros. En esas reminiscencias de finados se nombran caballos y perros que les fueron queridos.
Los criollos de tierra adentro hablan de su provincia como de un mundo remoto, que llega casi a ser inverosímil para los gendarmes nacidos en el Neuquén o en algún villorrio fronterizo.
El que sabe describir a Buenos Aires, puede estar seguro de pasar veladas íntegras maravillando a sus oyentes.
Todos, en fin, son historia viva de la conquista y de las Gobernaciones, y críticos de sus respectivos Gobernadores y Jefes.
Allí se oyen opiniones concisas y desnudas, con ese instinto certero del pueblo para juzgar a sus gobiernos. De esos fogones salen frases lapidarias y retratos profundos.
La crónica amorosa tiene capítulos muy largos. El nombre de la fulana o la Zutana, de memoria remota, hace rascarse la cabeza y temblar el labio a más de un Sargento cabizbajo. Es que ha recordado la sombra querida de una chilena perdida, que huyó con otro camarada mientras él estaba en comisión.
La zamacueca es siempre el punto de partida de esos idilios agrestes, terminados en tragedia o velados de dolor.
Casi todos se inician con un rapto y terminan en infidelidad.
La excesiva mayoría de hombres, y las ausencias consiguientes a la vida errante, hacen flaquear la constancia femenil. Las decepciones hondas, cuando no se curan con una puñalada y una fuga, se mitigan con un pase a otra Comisaría bien distante.
Al regreso de cada comisión hay muchos nidos patiados y muchas almas heridas.
El desierto es entonces el bálsamo supremo. En la marcha de un piquete, no es raro ver ojos nublados mirando cumbres lejanas y oír cantar en rudas trovas hurañas melancolías.
Esa inconsistencia de los vínculos, y sobre todo el amor a la ropa, que no es más que nuestro vicio nacional de empleomanía, hacen del milico un personaje aventurero y nómade, más ágil para la tunantada pasional que para fundar hogar firme.
A pesar de eso son simpáticos. Su familiaridad con el peligro, su dolorcito espiritual oculto, sus sangres asoleadas, su musculatura silicosa, su pulmón henchido de aires libres y su retina espejeante de coloridos melodiosos, todo eso concurre a formar su tipo generoso, valiente y sensitivo.
Eduardo Talero – La voz del desierto – 1907
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Texto extraído de La voz del Desierto, de Eduardo Talero, publicado en 1907
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