Los que viven lejos de nosotros, de los pobladores de estos inmensos campos patagónicos, creerán que hay exageración en lo que vamos a referir, tal de extraordinarios parecerán estos cuadros de nuestra vida para los que en el resto del país disponen de medios de que aquí carecemos. Es esta que vamos a mostrar una faz interesante de nuestros hombres de campo, reveladora de su aptitud para los grandes esfuerzos.
Son comunes aquí las operaciones de compra de ganados a doscientas y más leguas del lugar donde uno vive, distancias que las haciendas deben recorrer andando. Para apreciar lo que esto significa debe tener el lector siquiera noción de lo que es un arreo, máxime si se trata, como en estos casos, de marchar por campos casi despoblados.
Durante meses el tropero tendrá que bastarse a sí mismo, prever todas las incidencias y dificultades que inevitablemente se le presentarán en el largo viaje. Vivirá a la intemperie, expuesto a la lluvia, la nieve, el sol y el viento, de ese terrible y acobardador huracán patagónico que suele durar semanas. Su recado y su poncho serán su cama y único abrigo en las cien y más noches que deberá acampar al pie de su arreo, vigilante siempre, durmiendo con un solo ojo, atento a los cuartos de ronda, al menor movimiento que bien puede ser el comienzo de una disparada, accidente frecuente durante la noche cuando el ganado es arisco y no se toman las precauciones del caso.
A más del vigor físico que necesita el tropero para resistir la fatiga de esos viajes enormes, ha menester de inteligencia despejada, iniciativa, previsión, constancia, todo un conjunto de atributos morales que concurren a cristalizarse en un concepto austero del deber. Sus patrones han confiado a su celo y pericia todo un capital, y él debe poner a contribución, y la pone, toda su capacidad para responder a esa confianza. “No tendrá cara” para presentarse con más de la merma normal de cabezas al término del viaje, merma que precisamente la gran aptitud del gaucho para estos trabajos ha fijado en un 3 % para los lanares y en uno para el vacuno cuando el arreo viene de más de cien leguas. A medida que la distancia se acorta hay menos tolerancia, ocurriendo a la inversa en el caso contrario. Estas mermas provienen de animales que se enferman en la huella, que se salen de la ronda y se alejan del “real”, que se trasponen en el pasaje de los ríos, o “se abren” campo afuera cuando la tropa marcha muy extendida. Estas causas poco menos que inevitables, se agravan, o se atenúan, según la menor o mayor pericia del tropero. Y cuánto se pone ésta a prueba, podrá calcularse si se considera que durante meses esos hombres deben marchar al tranco de su caballo, atentos a todos los accidentes del camino, a la salud de las bestias, a detalles en apariencia fútiles pero que descuidados pueden ocasionar un desastre. Su perfecto conocimiento de la topografía de las regiones que debe atravesar, de las distancias intermedias entre aguada y aguada, entre paradero y paradero, no puede fallar porque ello traería consecuencias irreparables. El tropero no lleva, ni tampoco las necesita, cartas geográficas para cruzar las inmensas extensiones de su recorrido. Su prodigiosa memoria, su fino espíritu de observación, al que no escapa detalle de la huella, le bastan y le sobran. Y tras la agotadora tensión en que va marchando días y días, meses y meses, todavía tendrá ánimo para bromear en el fogón, comentar incidencias cómicas de alguno de los compañeros y contar cuentos antes de irse a tender su recado para medio dormitar, siempre alerta, “no sea que el diablo meta la pata y nos haga una de las suyas”. Antes de clarear el alba tendrá su caballo ensillado, y “el amargo” reparador habrá circulado en su fogón.
Es admirable la aptitud del nativo para estas duras pruebas. Así como por excepción podríamos anotar el fracaso de alguno de ellos como troperos de largas distancias, pocos son los éxitos de extranjeros en iguales casos. Algunos españoles, vascos en su mayoría, y uno que otro inglés, harían la excepción. Del resto solo pueden anotarse desastres.
Vamos a dejar constancia de arreos que acusan en los que los realizaron esa aptitud para la brava vida del confín argentino a que nos venimos refiriendo, en la que los nativos descuellan.
Demetrio Alsina, de vieja estirpe patricia, salió del Azul en 1887 con mil vacas coloradas. Dio parición en el camino y a los seis meses llegó a las costas del río Catán Lil, a inmediaciones del fortín “1º de Mayo”, con un aumento de quinientos treinta terneros. Había andado doscientas ochenta leguas al pie del arreo. El lugar que en esa región lleva hoy el nombre de Las Coloradas, asiento de las autoridades del departamento, debe su toponímico al pelaje de ese rodeo que allí se le dio querencia.
Un año después, Alejandro Arze, también porteño, y de los primeros pobladores de este territorio, arreó desde Necochea, mil toros. A los cinco meses llegó a Chillan, ciudad chilena, con novecientos noventa y nueve novillos. Castró sus toros en la huella y los vendió en Chile como novillos. ¡Un arreo transcontinental con la pérdida de una sola cabeza!
Don Juan Trujillo, uruguayo y don Juan J. Rodríguez, paraguayo, realizaron en la misma época iguales prodigios. Esos cuatro hombres fueron los primeros puntales de la ganadería en el centro y sur del Neuquén.
Podría observar el lector que se trata de casos ocurridos en la que se llamaría la edad heroica del Neuquén. Precisamente por eso los citamos, para que al conocerse las que anotaremos enseguida pueda verse que a través del tiempo se continúa repitiendo las mismas hazañas.
Uno de nuestros hermanos, Pedro, salió de aquí, hace cinco años, con un arreo de potros y carneros — los dos extremos en aptitudes para la marcha — en pleno invierno, hacia el sur. A los dos meses y medio llegó sin ninguna pérdida al Río Frío (sud del Chubut) — 215 leguas —. Cambió los animales que llevaba por capones y a los otros dos meses y medio de viaje embarcaba su arreo en Zapala con un medio por ciento de merma.
Como una incidencia de este viaje referiremos esta anécdota de sabor amargo. Venía Pedro en marcha de regreso y había acampado a inmediaciones de las costas del río Chubut. En la madrugada, antes de aclarar, se levantó junto con los peones que no estaban “de cuarto”. Uno de ellos fue a la próxima vertiente y llenó la pava de agua. Calentada ésta, pusiéronse todos a tomar mate. Alguien notó un sabor extraño a la reparadora infusión, pareciéndole en extremo amarga. Pero continuaron “yerbeando”. Cuando aclaró, al ir a cebar un mate, el que lo hacía vio que por el pico de la pava salían unos filamentos blanquecinos. Destapa la pava, y con la sorpresa y repugnancia de todos descubre dentro un sapo macerado por la cocción. El batracio había entrado a la pava cuando esta fue sumergida en el ojo de agua y zancochádose luego en ella. Y quedó demostrado que la infusión de sapo no mata.
Desde aquella fecha Pedro ha seguido trayendo arreos de lanares desde el extremo austral de la Patagonia, siempre con igual éxito. Hace unos meses le vimos embarcar en Allen, después de setenta y cinco días de viaje, seis mil ovejas viejas. No traía pérdida apreciable y el estado de los animales no podía ser mejor dada la enorme distancia recorrida y la edad de los mismos.
El año pasado, dos peones nuestros, uno porteño y el otro nacido aquí de padres chilenos, cedidos por nosotros a un amigo, arrearon desde aquel mismo Río Frío hasta Zapala, — 240 leguas — en dos trozos, ocho mil lanares, con una pérdida del 1 por ciento después de dos y medio meses de marcha.
En el mismo año, otro porteño, Arnaldo Sangiácomo, trajo desde “Huemules” hasta Haichol — 270 leguas — cinco mil borregas. Llegó a nuestra casa, donde le contamos la hacienda por encargo de su dueño, con sólo ¼ por ciento de merma.
Peones nuestros han arreado reproductores vacunos a más de cien leguas, por entre montañas y vadeando ríos caudalosos, llegando siempre sin pérdida y con los animales en buen estado.
Si hazaña es arrear vacunos a largas distancias sin sufrir quebrantos, pueden muy bien duplicarse las dificultades a vencer cuando se trata de lanares. El pasaje de los ríos, que forzosamente hay que hacerlo a nado, es serio y grave asunto, piedra de toque de la pericia del tropero. La oveja es un animal muy cobarde para el agua, y se requiere mucha habilidad para hacerla “azotar” a la corriente. Los “campos sucios”, cubiertos de monte achaparrado, son otro peligro cierto. Los caminos de piso duro, o con pedregullo, al menor descuido provocan el desgaste de la pezuña, y arreo “despiado” está a dos dedos del desastre.
Todas las grandes compañías ganaderas de la Patagonia, y sobre todo las inglesas, tienen su personal de campo criollo, en la mayor parte traída de Entre Ríos y Corrientes. Sus capataces de arreo son igualmente criollos.
Podríamos citar cien casos como los que dejamos anotados, que si bien dejarán indiferentes a los hombres de las ciudades que, ignorantes del medio y de la técnica, no pueden valorar estas hazañas, en cambio los ganaderos de todo el país sabrán darle el mérito que tienen.
En estas severas pruebas del desierto es donde el gaucho templa su carácter. Dura escuela, por cierto, pero así salen de fuertes y masculinos los que en ella se forman.
Félix San Martín
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
Extraído del libro “Entre mate y mate“, de Félix San Martín, publicado en 1926.
¿Te gusta la historia neuquina? ¿Tenés algo que contar o compartir y querés colaborar con Más Neuquén? Entonces hacé Click Aquí
También podés ayudarnos compartiendo este artículo en las redes sociales.