Introducción
Década del 30. Época de ideologías que se desmoronan y de grandes conflictos económicos y sociales. La crisis mundial golpea y entra sin permiso a todos los rincones del planeta. En Argentina, con la caída de Yrigoyen, el general Félix Uriburu inicia una seguidilla de gobiernos de facto. En la gobernación de Neuquén, otro militar, el Coronel Eduardo Maestropiedra, conduce los destinos de un territorio desatendido, bastante alejado de los sucesos de Buenos Aires. El norte neuquino asiste a las consecuencias del cierre de la frontera con Chile, con la consiguiente desvalorización del ganado y los productos que cruzan la cordillera. El pillaje, el contrabando y el comercio clandestino a través de boquetes y pasos cordilleranos, se convierte en moneda corriente. La actividad comercial se resiente y aumenta el desconcierto de las poblaciones de ambos lados de la frontera.
Desde el traslado de la capital, la zona vive un infinito letargo. Padece aislamiento y marginación, no porque añora lo que fue, sino porque sus reclamos parecen no tener destino. Para llegar a la región se tardan días, semanas. Hay que vadear arroyos, ríos caudalosos, sortear guadales, desafiar el frío, la nieve y el viento que arrastra todo lo que encuentra por delante.
El ferrocarril llegó a Confluencia en 1902 y a Zapala en 1913, sin embargo, Chos Malal se quedó con la esperanza de la proyectada línea de rieles paralela a la cordillera que soñó su fundador Olascoaga, como una forma de sortear el obstáculo de la distancia.
Pero en este pintoresco y apacible pueblo del territorio del Neuquén, enclavado como un oasis en el desierto pre cordillerano, había lugar para la edificación de una nueva sociedad, donde conviven crianceros, peones, chacareros, comerciantes extranjeros, mineros y un puñado de empleados públicos. Hombres y mujeres abiertos al encuentro y la diversión, pero dispuestos también a exteriorizar, sin tapujos los conflictos que anidan en lo más recóndito de ese universo social.
De corralones, vicios y diversión
Los almacenes de ramos generales formaron parte inseparable de la vida continua del paisaje urbano y rural. Era uno de los escenarios principales donde el habitante concurría a traer sus frutos, pepitas de oro o surtirse de mercadería. Se ingresaba a un imponente salón, se observaba un mostrador con largas estanterías y los ojos se llenaban de latas, cajas, artículos de bazar, tienda y …botellas, que desafiaban la sed de más de uno. El despachante movía sus manos con precisión quirúrgica sobre los anaqueles, bordelesas y ese gran cajón de madera con doble tapa que contenía yerba, harina y azúcar. En el rincón, la balanza con frutas esperaba su turno diario y un almanaque con motivos camperos colgaba de la pared. Siempre había un largo banco de madera rustica, para el descanso de los clientes.
Había un patio donde se emplazaba un corralón, donde se alojaban a veces los crianceros, campesinos y foráneos cuando arriban al pueblo. Por allí transitaban los frutos del país que eran trocados por los vicios, levadura, anís en grano, chicha, alpargatas, telas, sombreros y enseres en general. Existía un sector para el descanso de las bestias con provisión de agua y pasto. Los ocasionales clientes tenían piezas básicas de adobe para el descanso, sin mucho mobiliario, supliendo el mismo la montura y poncho en una eventual cama. Por allí se acopiaban cueros de liebres, chivos, ovejas, zorros y lanas. Había tiempo para sociabilizar entre todos, mediante charlas y entretenimientos, surgían asados, se jugaba a la taba o el cacho, y el alcohol caldeaba los ánimos… de la risa se pasaba fácilmente a la discusión y del enojo al cuchillo, que más de una vez se enterraba en la “guata” del más desprevenido. La presencia de la policía o el grito del dueño, daba por finalizada la tertulia.
Para la gente de la zona rural y parajes aledaños, venir al pueblo y visitar esos lugares eran sinónimo de descanso. La actual calle 25 de mayo de Chos Malal, siempre fue la calle principal del pueblo, pero la General Paz se caracterizaba por su intensa actividad comercial. Albergaba los comercios más importantes de aquella época. Casa Ordoñez, bar carnicería y comedor de Carmen Trigo; bar carnicería y cancha de básquet de Pedro Peri; pensión y restaurante de Emilio Pessino (caracterizado en su época por haber albergado en sus instalaciones a personajes icónicos naciones tales como Juan Domingo Perón y al legislador socialista Alfredo Palacios); tienda de Dolores Ordoñez viuda de Álvarez; carnicería de Silvestre Arín y salón de fiestas de Alfonso Lembo. Era llamada también la calle de los turcos, porque vivían los Buchara y Alé, o la de los rusos porque tenían negocios y corralones los hermanos Kleinerman. Por ella transitaban obligadamente la gente de campo en busca de alojo y aprovisionamiento, y era el espacio propio de la vida del campesino. Allí se situaba una cancha de carreras de caballos y en las veredas las enramadas y juegos de sortijas. En medio de la noche se dirimían rencores y cuentas pendientes. En la década del ’30 los bares de don Peri y doña Carmen Trigo y el corralón de don Samuel Kleinerman eran la cita obligada. El portón de entrada de este último lugar, será testigo de la tragedia que produjo un fuerte impacto en la comunidad de Chos Malal, aquel caluroso verano de 1935.
El bolichero era un hombre apacible, que no atentaba contra nadie y que hacía muchos favores a sus clientes. Era el consejero, el médico, el que intercedía ante las autoridades a favor de algún necesitado. Se lo respetaba, no tanto por ser pueblero y “leído”, sino por ofrecer trabajo, adelantar unos pesos a cambio de cueros o trigo y dar una mano, como escribiente en alguna carta de amor desesperado.
Quién es quién en esta historia
Los hermanos Francisco y Lisandro Castillo eran hijos de Basilio y de Dolores Ferreira. Tenían 19 y 22 años, respectivamente, eran solteros, residían en Chos Malal y se dedicaban a tareas agrícolas. Ambos, habían participado hasta 5to grado de la primaria y tenían antecedentes.
Pánfilo Tarifeño tenía 21 años, trabajaba en el campo y cuidaba animales en el Paraje Los Ranchos. Ese 18 de enero de 1935 llegó al mediodía a Chos Malal de compras y trajo en sus ropas un revolver para dárselo a su dueño, Alberto Rodríguez, que se lo había prestado para cazar patos en la laguna del Tromen.
Miguel Antonio Cirer, desde muy joven se dedicaba a la minería y era experto en ello. Lavaba por su cuenta oro en Milla Michico, y desde hacía tiempo no bajaba al pueblo, donde fue a tomar unas copas con sus amigos.
Sinforiano Acuña, venía siempre a Chos Malal, llegaba de Andacollo luego de cruzar la balsa del rio Curi Leuvú, caminaba por la Gral Paz y se instalaba en el corralón de Samuel Kleinerman, donde era cliente.
José Dolores Arguello, un agente de policía jubilado, vivía en Chacaico y un tal Alejandro Ibañez, oriundo de Leuto Caballo, también se hospedaban en dicho lugar.
El criancero Jorge Urrutia, se preocupó mucho por elegir el lugar donde iba a pasar la noche. Llegó muy temprano a Chos Malal desde el paraje Los Molles, dio unas vueltas por el pueblo paseando, distendido, respirando aire pueblerino en la plaza Sarmiento. Caminó las acequias y dejó su caballo ensillado en el patio de la casa de su amigo, Spartaco Raimondi.
Salvador Buchara era un joven de 22 años, hijo de una familia de árabes formada por Fortunato Buchara y Margarita Jor. No tenía trabajo y era asiduo cliente de los lugares nocturnos, y afecto a las bebidas. Tenía entradas en la comisaría y estaba enemistado con Sinforiano Acuña, el cual tenía antecedentes por lesiones y abuso de armas. Ambos frecuentaban los mismos lugares por sus mismas costumbres, y los hechos sangrientos de los cuáles fueron protagonistas, se debieron según se documentó en la causa policial a “cuestiones de juegos y polleras”.
En esos años la policía de Chos Malal, contaba con una comisaría del Territorio Nacional del Neuquén. En el edificio que ocupaba, actual Museo de Chos Malal (ubicado al píe del Torreón), se encontraba de jefe el Subcomisario Alejandro Bruce quien ya tenía trayectoria policial por haber trabajado en otras dependencias del territorio como Plottier y Neuquén Capital, y uno de los escribientes de esa Comisaría era Manuel Corujo Castro, un español casado con una chica de la zona del norte neuquino, el cual había ingresado varios años antes a las filas policiales habiendo dejado su impronta cuándo prestó servicios en la subcomisaria de Challacó al mando del Comisario Luis Guidobono, y tuvo que realizar un censo infantil en los albores de la creación de la localidad de Cutral Có, allá por el 1933, conforme lo dispusiera el Coronel Carlos H. Rodríguez.
En algún momento me voy a desencasillar
Como casi todos los días, Buchara se encaminó esa tarde de enero para el negocio de don Peri, en medio de un sol que hervía la tierra. Entró y se sentó junto a una mesa que compartió con Jorge Urrutia, Pánfilo Tarifeño y los hermanos Lisandro y Francisco Castillo, comiendo y bebiendo animadamente. En un rincón, luchando contra el sueño, estaba el Chano Torres, un viejo minero del Mayal. En otra mesa estaba sentado Acuña quién bebía desde temprano vino con Miguel Cirer. Estaban ebrios y pidieron comida. Don Peri tuvo un presentimiento, como hacía tiempo no lo tenía, algo iba a ocurrir. Sabía de los problemas entre Acuña y Buchara por lo que conociendo el temperamento de este último, a quien le había quitado el arma varias veces en su negocio, le dio una vez más su consejo, aún sabiendo que podía caer en la nada. La tensión llegó cuándo Buchara encaró hacia Acuña y sin decir nada pegó un puñetazo en su mesa. Su oponente paralizado, no atinó a decir nada, ni menos aún hacer algo. Acuña pagó lo consumido, y a propósito dejó relucir bajo su saco un revolver calibre 38 largo marca Detective que llevaba en una cartuchera colgando de su lado derecho. Se retiró del bar y don Peri respiró aliviado. Pero la muerte rondaba esa noche en la oscura Chos Malal.
Los primeros que se fueron de lo de don Peri a las doce de la noche, en la oscuridad y tanteando la vereda, fueron Cirer y Acuña. Atrás de ellos, borrachos, salieron Buchara y los hermanos Castillo. De éstos últimos, el más nervioso era Francisco, tal vez porque llevaba en su cintura un revolver 38 largo marca Omega. No era su costumbre. Buchara le había confiado el arma rogándole que la tuviera en su poder porque “andaba por el pueblo Acuña y algo podía pasar”. Jorge Urrutia salió atrás de sus amigos, pero retornó sobre sus pasos dado que recordó que había dejado su caballo donde Spartaco Raimondi, regresando.
Cuando pasaron frente al negocio de Doña Carmen se cruzaron con Pedro Ángel Ortiz y Francisco Bejares que salía del bar sosteniendo al ex policía José Arguello, quien no se podía mantener en pie por lo ebrio. Cirer se separó de Acuña y optó por entrar al boliche mencionado. El último, ya vencido por el sueño, opto por irse a dormir. Buchara que venía detrás junto a Lisandro Castillo se interpuso delante de Acuña a la altura del portón del corralón del ruso Kleinerman y le dijo:
- – ¡…Che Acuña, vení…querés, … que vamos a amanecer a la Comisaría…!
El minero Acuña se volvió, y a pesar de que Bejares le aconsejó que no le hiciera caso, desenfundó su revólver y con un tono amenazante les advirtió:
- – ¡..No se arrimen que les voy a atravesar las balas para que no sean pendencieros…!
Lisandro Castillo, en un acto de inconsciencia y fuera de sí debido al efecto del alcohol, se le puso delante y golpeándose el pecho le contestó:
- – Tirá nomás, ¡aquí tenés donde pegar!
Acuña que en la oscuridad de la noche solo podía ver la parte del rostro que generosamente le ofrecía la luna, le disparó un tiro que no alcanzó a dar en el cuerpo de Lisandro Castillo, pero se incrustó en la pierna de Pedro Ángel Ortiz que justo pasaba en ese momento. Sin perder mucho tiempo, probó nuevamente puntería. Esta vez la bala entró por debajo de la oreja izquierda de Lisandro Castillo que se desplomó pesadamente a los pies de Acuña. Luego apuntó su arma contra Buchara y le hizo dos disparos consecutivos, uno en el cuello y otro en el maxilar inferior izquierdo, ocasionándole la muerte instantáneamente. Cuando sonaron las balas, Francisco Castillo, que venía detrás, corrió presumiendo que algo grave había pasado. Al llegar al lugar de los hechos, se encontró con un cuadro espeluznante. Buchara y su hermano Lisandro estaban tendidos en el suelo de bruces y creyéndolos muertos exigió a los gritos, explicaciones. Acuña, sin mucha paciencia, contraatacó:
- – … Retirate de acá, si no te voy a voltear a vos también…
El joven Francisco retrocedió asustado, pero sacando coraje de donde no tenía lo provocó desafiante:
- – ¡Volteame nomás…!
Entonces Acuña no dudó un instante y le disparó sin contemplaciones. Francisco Castillo, con los reflejos todavía intactos, se dejó caer al suelo y el proyectil le pasó silbando sobre la cabeza. Acuña, suponiendo que había dado en el blanco, guardó confiado su revólver en la cintura. Francisco, ni lerdo ni perezoso, se incorporó sacando a relucir el arma de Buchara y efectuó un disparo certero que perforó el oído de Acuña matándolo inmediatamente. Francisco, que no salía del asombro sobre cómo se habían precipitado los hechos, cruzó la calle e ingresó al patio de la casa de Buchara. Allí, debajo de un árbol, estaba la cama del muerto esperando inútilmente el regreso de su dueño. Guardó el arma homicida debajo de la almohada y se fue sigilosamente a poner al tanto a su padre de lo que había sucedido. Bejares, que era el único testigo de los hechos, abandonó a Arguello y se fue corriendo a su casa.
Oscuridad, rencores y alcohol
Al momento del crimen no había un alma en la calle. La noche de Chos Malal era muy oscura en esos años, ni en las calles ni en las casas había luz eléctrica. Recién en 1941 se instaló la tan ansiada iluminación pública. Por lo general, uno sabía que se acercaba alguien porque venía silbando o arrastrando los pies.
Los agentes de policía que estaban de servicio en la vía publica hacían las clásicas rondas nocturnas cada dos horas, desde las 21 a las 7 de la mañana. Observaban, alertaban al desprevenido propietario y vigilaban especialmente las proximidades de los lugares públicos. La oscuridad acompañaba el somnoliento silencio junto al constante ruido del sonoro canal.
La más violenta de las emociones, “aquí no pasó nada”
El albañil Manuel Jara y el jornalero Pedro Ángel Ortiz bebían desde temprano. El ex policía José Dolores Arguello y el componedor de huesos Francisco Bejares charlaban animadamente. El criancero Alejandro Ibañez, ensimismado en sus pensamientos, miraba hipnotizado el vaso vacío apoyado en el mostrador. Doña Carmen, acodada en el mostrador con su hijo, se estaba durmiendo. Cuándo se oyeron los primeros tiros, Don Manuel Prieto, que todavía no podía conciliar el sueño por culpa del calor, se levantó como un resorte y prácticamente obligó a su esposa a ver lo que pasaba afuera. Prieto llegó en el momento oportuno. Unos minutos antes que suenen los disparos entraron al bar Pánfilo Tarifeño, Miguel Antonio Cirer y Jorge Urrutia. Tomaron un mazo de naipes e improvisaron una partida de truco. Cuando doña Carmen salió a ver qué pasaba, Tarifeño, casi suplicándole, le pidió al hijo de ella que le guardara debajo del mostrador un revolver calibre 38; el movimiento de policías en las inmediaciones del lugar no le había gustado nada. No se interesó por lo que había pasado a la vuelta de la esquina, pero tenía temor de quedar comprometido en algo. Y como no estaba dispuesto a pasar la noche en el calabozo, Tarifeño alcanzó a darse cuenta que llevar un arma en la cintura podía ser peligroso. Doña Carmen ingresó nuevamente, y aunque no le impactó demasiado lo que había visto en el portón del corralón, esto le sirvió de excusa para cerrar el negocio. Esta vez no tuvo necesidad de decirles a los clientes, como en otras ocasiones, que había llegado la hora de dormir. Se levantaron y se fueron como pudieron, dejando inconcluso un vaso de vino y una partida de truco.
El Cabo Juan de Dios Fuentes escuchó las detonaciones cuándo rondaba la plaza San Martín. Desperezó su caballo y salió al galope. Llegó al lugar de los hechos, pero suponiendo que ya nada podía hacer por los cuerpos que yacían en el suelo, prefirió ir en busca de algún indicio antes de que fuera tarde. Al pasar por un pasillo escuchó ruidos y entró por un zaguán en el preciso momento en que la madre de Pedro Ángel Ortiz intentaba detenerle la sangre que fluía a borbotones por una de sus piernas. Mientras el herido intentaba explicar su inocencia, Fuentes lo tomó del brazo y sin prestarle mucha atención, le manifestó que esos razonamientos se los tenía que hacer al Comisario. Horas más tarde detuvieron a Tarifeño, Urrutia, Cirer e Ibañez, que seguían de fiesta en una chacra en las afueras del pueblo. Estaban comiendo asado y tomando vino en damajuana, como si nada hubiera pasado.
Francisco Castillo, el autor de la muerte de Acuña, regresó con su padre. Su madre no aguantó la espera y los siguió en la oscuridad reteniendo el llanto que estalló cuando vio a su otro hijo inconsciente tirado en el suelo. El Cabo Juan Ibañez intentó en vano un consuelo, mientras el médico Mauricio Dovoskin comprobó que Lisandro Castillo, milagrosamente estaba con vida. La madrastra de Salvador Buchara, Elcira Guzmán, al enterarse del trágico suceso, quedó sumergida en una crisis nerviosa. Su esposo Fortunato Buchara, le aconsejó que viera el cadáver recién al día siguiente. Aún se atesora en la memoria de la familia un extraño suceso que vivió la hermana de Salvador esa misma noche. Estaba durmiendo y se despertó angustiada, anunciando a los gritos que habían matado a su hermano. Este presagio se confirmó a los pocos minutos cuándo golpearon la puerta trayendo la funesta noticia.
Desde muy temprano, el Subcomisario Alejandro Bruce y su secretario el Escribiente Manuel Corujo Castro, con los dos únicas destartaladas máquinas de escribir que tenían en la Comisaría de Chos Malal, desplegaron una intensa actividad sumarial policial, inédita por el doble homicidio acaecido. Iniciaron los procedimientos de rigor, enviaron un telegrama al Juez interiorizándolo de los hechos, solicitaron las pericias del arma y tomaron muchas declaraciones. Desfilaron vecinos caracterizados, otros que no pudieron responder las preguntas con precisiones, dado que el alcohol había hecho estragos esa noche. Luego de unos días el sumario fue enviado al Juez Letrado, junto al detenido.
Esta historia culmina con un Francisco Castillo que se declaró culpable. Doña Carmen quedó libre de culpa y cargo. Después de un proceso se cerró la causa. Intervino un fiscal y un defensor oficial. El Juez Juan Julián Lastra absolvió al imputado, amparándolo en la emoción violenta. La Cámara de Apelaciones de Bahía Blanca confirmó el fallo recurrido por el Fiscal. El 21 de Agosto de 1936 Francisco Castillo obtuvo su libertad y en Octubre de ese año, lo sobreseyeron definitivamente.-
“Pancho” como se lo conocía por ese entonces en el pueblo de Chos Malal, volvió a caminar tranquilo por las calles.
Juan Eduardo Medel (juaneduardomedel77@gmail.com)
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
Fuente: Libro Historias Secretas del Delito y la Ley, “peligrosos y desamparados en la norpatagonia 1900-1960”. Compiladores: Susana Debattista – Marcela Debener y Diego Fernando Suárez
¿Te gusta la historia neuquina? ¿Tenés algo que contar o compartir y querés colaborar con Más Neuquén? Entonces hacé Click Aquí
También podés ayudarnos compartiendo este artículo en las redes sociales.