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Vacunando de urgencia en la cordillera

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Loncopué, Neuquén, 1971

– Nosotros somos militares

– ¿Y?

– ¿No sabe que los militares estamos todos vacunados?

– Muéstreme los certificados.

–…No vamos a andar cargando los certificados, imagínese…

– Entonces van a tener que vacunarse para poder salir del pueblo.

– ¿Y el coronel, y los oficiales, que se fueron en el helicóptero?

– Mal hecho, irse sin avisar. A ver si les da la viruela…

El oficial me miró largo, como calculándome, y poco a poco se empezó a arremangar la camisa para recibir la vacuna, y se metió en la cola. Todos los otros soldados se pusieron en fila esperando su turno.

En eso llegó Lopatín, el del almacén de ramos generales, ése que les proveía a  los mapuches  velas, yerba, azúcar y otros “vicios” a cambio de los cueritos de conejo, pero nunca les soltaba un mango (después, en Buenos Aires, esos cueritos, curtidos y cosidos, se hacían de un apellido francés para los tapados que vendían las peleterías y que lucían las señoras de categoría, aquellas que podían pagar la transformación de los conejitos cordilleranos en vistosos abrigos).  Acostumbrado a encarar con desparpajo a todos los vecinos desde atrás del mostrador, esquivó la cola y se me vino al humo hasta las mesitas de vacunación instaladas en la plaza, puro álamo pelado y acequias frente al hospital y la comisaría.

– Dígame, doctor, ¿es por orden suya que Doña Mita se ha negado a vacunarme?

– No, pero lo bien que ha hecho, porque yo le dije a las enfermeras que a los que tengan lesiones en la piel, incluso si solo es algo de sarna, no le pongan la antivariólica, porque podría extenderse demasiado, como incendiarse. Y Doña Mita sabe que usted tiene psoriasis, ¿no?

Claro que tenía que saberlo la Mita, que era la enfermera más vieja del hospitalito de Loncopué, y lucía unas increíbles cejas grises muy tupidas, que le sobresalían como antenas, lo que le sentaba bien dada su fama de curandera. Era la madre solterísima de la Chana, enfermera y madre soltera ella también, y decían que sanadora también .Con ellas dos y las pocas más que constituían la dotación completa del hospital, habíamos salido a vacunar a toda la población, de urgencia, con la nieve a la rodilla, durante todo ese día frío y poco soleado, porque había llegado una niña del otro lado del río, del Cajón de Almaza, con mucha fiebre y con unos granos cuyas erupciones cada vez más parecían viruela.

Loncopué, década del 70
Imagen ilustrativa Loncopué década del 70 Foto del grupo de facebook Loncopué y su historia

Y entonces hubo que hacer un cordón sanitario, es decir, aislar, no dejar entrar ni salir a nadie, y vacunar a toda la población, incluso a los visitantes ocasionales, como los camioneros y esos militares del regimiento de Las Lajas, a quienes los policías les habían impedido pasar el puente que sale a la ruta, y en el roce de autoridades y preeminencias había habido hasta empujones y exhibición de armas. Pero los canitas no cedieron, dichosos de imponerse a los militares por una vez, resguardados en que eran órdenes del comisario y del doctor. Así fue que los militares habían tenido que volverse, y hacer la cola para vacunarse.

– Pero dígame, doctor – insistió vehemente el comerciante – eso de la viruela ¿cómo se contagia ?

– De persona a persona, Lopatín.

– ¿Usted, doctor, revisa todos los días a la chica?

– Claro…

– Y para revisarla la toca, ¿no?

– Por supuesto, Lopatín.

– Y entonces! ¿por qué me dio la mano usted a mí, que no estoy vacunado?!!

– Porque somos amigos, Lopatín. Quédese tranquilo, usted no se va a contagiar – ya estamos todos vacunados.

Tres días después llegaron, por fin, los especialistas en Infecciosas del Ministerio. Para entonces se hizo patente que la enfermedad era apenas una variante atenuada de viruela: la “viruela boba” o alastrim, muy poco peligrosa.

Se levantó el cordón sanitario y bajaron las cargadas para mí. Se fueron los milicos, y Lopatín se tranquilizó. Aunque nunca lo vacunaron.

Ernesto Rosenberg

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Relato escrito por Ernesto Rosenberg, ex director del Hospital de Loncopué 1970-72


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