Corrían años difíciles y a los paisanos de las distintas comunidades mapuche se les ponía cuesta arriba arrimarse a los centros poblados. Esta era la forma de proveerse de mercadería y poder vender los productos y frutos que ellos producían (en el campo se le llama frutos al pelo de chivo, la lana de oveja, los cueros y las artesanías de madera y los trabajos tejidos) hasta hace unos quince años atrás aproximadamente, o a partir del año 1990, con el mejoramiento de los caminos y que algún servicio de colectivo se animara a visitar las comunidades. Los pobladores de la zona rural se arrimaban a las pequeñas ciudades como podían y por los distintos medios que tenían a su alcance. De no ser así no les quedaba más que caer en las garras de algún que otro mercachifle, que con su afán de comercializar y de ganarse la vida, se acercaban a las distintas comunidades, compraban los frutos y vendían los productos de primera necesidad: harina, fideos, arroz, yerba, azúcar, sal, alguna que otra conserva, alpargatas, velas, kerosén, mechas para los faroles, papas, cebollas y algunas frutas de estación.
No siempre este tipo de encuentro comercial lograba ser beneficioso para el habitante rural, que en la mayoría de las veces era la víctima en este tipo de transacción. Para el comerciante era un negocio prácticamente redondo, porque a la vuelta, su vehículo regresaba repleto de productos y algún que otro animal menor. Este tipo de mercadeo fue muy común hasta no hace mucho tiempo y permitió que muchos vendedores ambulantes pudieran amasar algunas fortunas interesantes.
La mayoría de los caminos durante el invierno se tornaban intransitables y eso dificultaba mucho más que las personas pudieran viajar. Todo se complicaba, pero los pobladores estaban acostumbrados y era muy normal para ellos. Muchas familias solamente bajaban a los centros poblados una o a lo sumo dos veces al año; los viajes eran frecuentes a fines del otoño o durante el verano. Yo conocí una anciana mapuche que nunca había venido a Junín de los Andes, la trajeron sus hijos solamente una vez para realizar los trámites para una pensión.
A fines de abril y principios de mayo solían verse transitando las calles del pueblo de Junín de los Andes, carros tirados por bueyes y caravanas de caballos uno tras del otro llevados por el cabestro usando como aperos “Chihuas” (pequeñas estructuras hechas de cañas y lonjas de cuero, colocadas sobre los lomos de los caballos, diseñados para llevar cargas). Los mapuche de las comunidades bajaban a los poblados de la cordillera trayendo cueros, piñones, fardos de lana o pelo de chivo, cerda, leña y algunas artesanías, y de regreso llevaban distintos tipos de mercaderías y provisiones para pasar el invierno y el resto del año.
En algunos comercios muy renombrados en esos años, ubicados alrededor de la plaza, había postes de quebracho con aros de hierro para que se pudieran atar los caballos y los carros. Los paisanos aprovechaban sus viajes al pueblo para visitar algunos familiares y amigos, donde generalmente eran invitados a alojarse durante los días que duraba su viaje de compras. Siempre se hacía un lugarcito en cualquier casa para albergar a los viajeros y estos generalmente retribuían con algún pedazo de carne o alguna bolsa de piñones y un regalito para la dueña de casa que podía ser algún pato, huevos, gallinas, pavo o tejidos artesanales hechos de lana hilada.
También se acostumbraba que los pobladores rurales ofrecieran y aceptaran que algunos de sus hijos fueran ahijados de gente del pueblo. A la hora de elegir al padrino, se tenía en cuenta no solamente la presunta amistad con la persona, sino también la condición social y económica de ésta. Generaba prestigio que tal o cual niño fuera ahijado del bolichero o del maestro, dueño de estancia o de alguna persona influyente en la sociedad. Esto tenía un carácter cultural fundamentado y muy arraigado en el pueblo mapuche y rural. Era también una forma de generar lazos entre las familias y tenía un trasfondo estratégico, muy bien utilizado tanto por los padres y familiares de la criatura como por los padrinos.
Recuerdo una tarde, estando en un gran patio interno de un negocio de ramos generales, escuchaba al dueño, un libanés, que sus familiares habían llegado a estos pagos a fines del año 1890, decirle al empleado: -“Apúrate Bernardo, andá corriendo y abrí los portones que allá viene con los carros cargados y los bueyes el compadre Hipólito. Que largue los bueyes en el corral y que desensille, procure que no le falte pasto y agua al caballo y llevale de parte mía unas botellas de eso que vos ya sabés; yo después lo paso a saludar”-.
Generalmente el compadrazgo generaba implícitamente un compromiso de comercializar. Eso no era negativo, siempre y cuando la transacción no se llevara a cabo cuando el vendedor fuera inducido a realizar la misma, con un dosaje alcohólico que no le permitiera ver con claridad, qué estaba él vendiendo y a qué precio, y qué le estaban vendiendo, y también a qué precio.
Por otro lado, también los padres una vez al año acompañados por sus hijos visitaban a los padrinos. -“Dígale al padrino cómo está usted, cómo va con sus estudios”-. El muchachito o la muchachita con cara de póker, representaba con la mejor actuación posible lo memorizado y repetido varias veces en la casa. -“Yo estoy bien padrino, ¿usted cómo está? Este año me fue bien en la escuela y ya le estoy ayudando al papá con los animales. Padrino, este año voy a pasar al cuarto grado y me estaría haciendo falta unas zapatillas y un abrigo para ir a la escuela”-. La visita tenía como finalidad poner al padrino contra las cuerdas y que pueda colaborar un poco con la crianza de su ahijado, pero de la responsabilidad espiritual, que también tienen con los ahijados, tanto los padres como los padrinos, de eso no estaba en los planes de nadie hablar del tema.
Más de algún padrino siempre estaba provisto de las más diversas excusas para poder disuadir cualquier pedido considerado abultado. -“Este año estuvimos de mala, porque la lana y el pelo no tuvieron precio y pa’ colmo de males, unas vacas que tenía a medias, me la cuatrerearon unos chilenos, se la llevaron para el otro lado y no dejaron ni rastros”-
Siempre se aprovechaba el viaje al pueblo para socializar, también para ver al médico y consultarle por algunas dolencias de la persona que lo visitaba o de alguna que había quedado en el campo. Más de una vez el pago de la consulta se realizaba con algún ganso, pavo o gallinas y los facultativos aceptaban este tipo de abono sin ningún tipo de problemas. Algunos pobladores del área rural, acercaban sus hijos al colegio de los curas o de las monjas para darles educación y en estas instituciones se los aceptaba de pupilos; solamente podían regresar nuevamente a sus hogares durante las vacaciones. Los padres venían a visitarlos y a charlar con los maestros para preguntar cómo marchaba la educación de los hijos y su comportamiento, cuando realizaban las escasas visitas al pueblo. Generalmente en ese tipo de oportunidad traían algún animal menor faenado, queso, leche o aves que dejaban en las instituciones como una forma de pago por las atenciones que les brindaban a los chicos. Cabe destacar que tanto el colegio de curas y monjas, a las familias de escasos recursos o familias de las comunidades indígenas no les cobraban.
Era también la oportunidad para sacar y renovar los documentos, inscribir a los recién nacidos. Algunos de los niños eran inscriptos después de dos o tres meses de su nacimiento. Conocí el caso de una anciana que en su documento tenía setenta y ocho años, pero hablando con ella y con sus hijos me comentaba que tenía cerca de los noventa y tres. -“Ya era señorita grande cuando el papá me anotó en el pueblo”-, decía.
En los Juzgados de Paz se anotaban a las personas y no se detenían mucho en transcribir el apellido o nombre de la forma correcta, ya sea por falta de paciencia o porque a la gente que venía del campo con su habitual timidez, le costaba expresarse y en los documentos encontramos los más diversos apellidos del mismo grupo familiar, ejemplo: “Huenuquir, Hueñequil, Gueñequir, Huaniequil”. Comúnmente era tarea del padre que en sus viajes a la ciudad realizara la inscripción del niño, siendo éste un trámite que se dejaba para los últimos días, porque aquello que no nos gusta tanto, lo dejamos para el final y eso de andar con papeles, no agradaba mucho y menos cuando uno es analfabeto. Esto venía acompañado de algunos inconvenientes, porque luego de dos, tres o cuatro días de estar en el pueblo, el paisano ya se había juntado, visitado y festejado con varios amigos, como también se había transformado en un habitué muy codiciado en cuanto bar tuviera el pueblo. No solamente se habían secado sus bolsillos, sino que por producto de varios días de borrachera y de pasar la noche en cualquier lugar, se había olvidado de hasta cómo se llamaba y de cuál había sido su objetivo de venir al pueblo. Los pobres niños llegaban a tener los más extraños nombres que nos podamos imaginar, menos el que su madre o hermanos habían pensado para él. Encontramos algunos nombres producto del encuentro de dos amigos que hacía rato que no se veían y el padre, en honor a éste, le ponía el nombre a su hijo. Los Deligio, Ambrosiano, Celedonio, Gumercinda, Genovina, Orfilio, Salustriano, Clorinda, Anemón y muchos otros son producto de este tipo de encuentros y situaciones.
Hay animales fieles y pacientes con el hombre, pero es conveniente destacar que los primeros lugares son ganados con muchos honores por los caballos y los perros. Durante horas y horas los pobres pingos, ensillados y con unas heladas machazas, atados fuera de los boliches y bares, esperaban que el dueño se digne regresar. Embozados de varias dosis de alcohol, en estado catatónico donde no solamente les era imposible subirse al animal, sino que, en algunas ocasiones se olvidaban que habían venido con caballo, salían caminando y el viaje duraba, hasta que se les aflojaban las piernas y pasaban las noches heladas, cubiertos con escarcha, tirados en la calle o al pie de algún árbol o en el peor de los casos dentro de algún canal.
En varias ocasiones he podido ver animales solos, ensillados, tranqueando para la querencia, llevando el cogote para el costado para no pisar las riendas o el cabestro.
Este tipo de situaciones no era ni es privativo solamente de nuestros paisanos mapuche, muchos cristianos de renombre transitaron las mismas huellas, fueron y son víctima de este flagelo. Muchas familias destrozadas y frutos del esfuerzo familiar de todo el año y una vida de trabajo mancomunado sé vieron y ven malogrados por el afán de anestesiar nuestras humanidades con ese néctar macabro, que nos adormece por fuera y nos corrompe por dentro.
Fragmento de Galopando con los peñi – Gnetuen Cahuel com ni Peñihuen, de Ángel Fontanazza
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
Fragmento extraído del libro Galopando con los peñi – Gnetuen Cahuel com ni Peñihuen, de Ángel Fontanazza, edición de autor. Capítulo: Mientras vamos por la huella.
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