La enorme marca en la montaña me impresionó. Leí y escuché en varias oportunidades sobre lo sucedido hace más de cien años en las lagunas de Cari Lauquen, pero esa vez pude escuchar a la gente del lugar, la gente de Coyuco y Cochicó, que se viene transmitiendo la historia de padres a hijos desde aquel momento. Más o menos todas las historias coinciden, más o menos todas difieren dependiendo de quién la cuente. Ahora quiero contar la historia a mi manera. Es la historia de la Crezca Grande.
Sobre la ladera del Volcán Domuyo hubo no se sabe cuándo un alud de barro y rocas, quizás provocado por algún pequeño sismo, que taponó totalmente el río Barrancas interrumpiendo su cauce y formando un dique natural de tierra y piedras sobre la desembocadura del actual lago rodeado de montañas que llamamos Cari Lauquen. Cuando el agua que seguía intentando circular trepó hasta el límite de la pared, continuó su curso cayendo entre las rocas formando un cauce nuevo. Permaneció así muchísimo tiempo; algunos geólogos hablan de miles de años. Era una bomba que podía estallar en cualquier momento. Toda represa tiene sus mecanismos de evacuación de agua, y ésta se había creado su propia compuerta a través de las rocas. Pero el nuevo cauce fue horadando y carcomiendo lentamente esa pared artificial, debilitándola a través de los siglos.
La presencia del estado era muy reciente y casi nula. Apenas se habían cumplido poco más de treinta años desde que el Estado Argentino decidiera invadir ese territorio y robárselo a los “indios”. Después del despojo, prácticamente se olvidaron de él y su gente. Por supuesto que Neuquén no era una provincia sino un “Territorio Nacional”, término que justificaba en algunos aspectos los pocos derechos de sus habitantes.
El río Barrancas siempre fue caudaloso y un aporte fundamental para el río Colorado que desemboca en el océano Atlántico. Nace en la cordillera neuquina en la Laguna Negra casi en el límite con Chile, siendo el límite natural entre el Sur de Mendoza y el Norte del Neuquén. Tiene numerosos ríos y arroyos que a su vez a lo largo de su recorrido le aportan sus aguas.
Aquel fin de año de 1914, la pared artificial que desde siglos hacía las veces de dique empezó a quebrarse. Un terrible estruendo indicó el momento del colapso, de la rotura total. El lago se vació violentamente casi por completo en una sola noche. Cientos de millones de metros cúbicos de agua desaparecieron de un día para el otro liberándose de su prisión, iniciando una desenfrenada carrera de destrucción. Arrasaron con lo que encontraron a su paso sin encontrar obstáculo capaz de detener esa tromba exterminadora decidida a acabar con todo aquello que se interpusiera en su camino. El nivel del lago bajó 90 metros y de tener una extensión de más de veinte kilómetros, se redujo a solo cinco, los actuales. Aquel día, primero un rumor letal, luego un sonido ensordecedor, anunciaron a todos los seres vivientes de la zona aguas abajo, también a los humanos, el inicio de la catástrofe. En su rumbo devastador incluyó al neuquino pueblo de Barrancas, que resignado desapareció en segundos del mapa sin poder ofrecer ningún tipo de resistencia. El camino de desolación continuó implacable su curso más de mil kilómetros por el río colorado hasta llegar algo debilitado al océano atlántico, el único gigante con autoridad suficiente para detenerlo y hacer que parezca insignificante lo inconmensurable.
La magnitud del suceso, sumado al importante número de actividades productivas que generaba la fértil cuenca del colorado en toda su extensión, me hicieron pensar que las cifras oficiales que reportaron casi trescientos muertos, pudieron haberse quedado cortas. El norte neuquino, especialmente la ribera del río Barrancas, se había poblado históricamente con gente proveniente de la hermana república de Chile, que se encontró con grandes extensiones de tierra neuquina donde fueron propietarios “sin papeles”. Mientras los criollos argentinos poblaban los pueblos y las ciudades, los chilenos construían nuestra patria en los lugares más inaccesibles y difíciles. Seguramente no fueron tenidos en cuenta en el recuento de víctimas, como tampoco lo fueron en el censo nacional de unos meses antes en 1914. Aún después del desastre, continuaron arribando y poblando durante varias décadas más esa extensión, siendo los abuelos o bisabuelos de los actuales habitantes, hermosa mezcla de culturas donde en las fiestas populares se baila por igual la zamba y la cueca, donde el respeto mutuo y la tolerancia siempre fue una cuestión de convicción y de sangre, donde la tonada no determina el valor de una persona, ni tampoco el saber de qué lado de la cordillera uno ha nacido.
No existían entonces ni internet ni los celulares. En esa época el único medio de comunicación era el telégrafo. Cuando éste avisó, ya era demasiado tarde. El agua sorprendió sin anunciarse. Muchos no pudieron escapar aunque lo intentaron, otros fueron más afortunados. Las pérdidas materiales fueron totales. Hubo pueblos, parajes y estancias que tardaron décadas en recuperarse, aunque muchos nunca lo hicieron y desaparecieron.
Cuentan las crónicas que días después del desastre, el gobierno nacional como primera medida mandó un tren con ayuda, pero al llegar cerca de la zona donde las vías se acercan al río colorado, el agua lo empezó a tapar y lo hizo descarrilar, siendo preciso que los que viajaban en él debieran huir en los botes que estaban transportando para dar auxilio a las zonas afectadas.
A pesar de su magnitud, no fue una noticia muy relevante a nivel nacional. Muy pocos periódicos del país cubrieron el suceso, siendo el diario La Nación de Buenos Aires, el único que envió un corresponsal permanente a la zona afectada. Otra noticia del ámbito internacional mantenía ocupados y expectantes a los periódicos por esa fecha. La primera guerra mundial. En ese tiempo no la llamaban así, sino la Gran Guerra. El ejército británico junto al francés, meses antes había detenido al ejército alemán a orillas del río Marne y se había producido un equilibrio de fuerzas; había comenzado la guerra de trincheras.
Indiferente (o tal vez no) en ese rincón del mundo a esa creación de los seres humanos llamada guerra, la naturaleza siguió su curso de transformación mostrándonos con violencia como todo cambia y se transforma ajeno muchas veces a nuestra voluntad, lenta o súbitamente, dando lugar a algo nuevo que también difícilmente escape al destino de no permanecer. Y como recuerdo de este aprendizaje, la crezca grande dejó una marca horizontal profunda y larga que solo por ahora permanece bien marcada en la montaña, y que no pude dejar de admirar aún estando a mucha distancia, señalando el nivel que el lago tuvo antes de romperse el dique, como la cicatriz de una gran herida difícil de ocultar que deberá llevar para que no olvidemos en estos tiempos lo que allí ha sucedido.
Rodrigo Tarruella
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