En 1955 se produjo un nuevo quiebre institucional en Argentina, que provocó el final del llamado “peronismo histórico” (1946-1955). A partir de entonces, la autodenominada Revolución Libertadora (1955-1958) quedó asociada indisolublemente a la exclusión política mediante la proscripción electoral del partido justicialista, sus ex funcionarios y el líder mismo. En la Patagonia la Dictadura Militar puso entre paréntesis la creación de nuevas provincias dispuesta por el peronismo. Al igual que en el resto de las provincias, el gobierno de facto ordenó la adopción de medidas tendientes a perseguir, investigar y juzgar las actividades del partido peronista y de sus principales funcionarios en el marco del proceso de desperonización impulsado desde el gobierno de facto. En ese sentido la acción de las comisiones y sub comisiones Investigadoras provinciales se materializó en una multiplicidad de denuncias, detenciones y cesantías que demuestran la trama del poder anudada en los ex territorios nacionales del sur, con una sociedad movilizada que colaboró activamente con la intervención federal como parte del aval al pacto proscriptivo, evidenciando la escasa valencia del concepto democracia como rasgo dominante.
El golpe de Estado que derrocó al presidente Juan Domingo Perón (1946-1955) abrió una etapa histórica en la que la exclusión política emergió como nota dominante. El gobierno militar instalado bajo el liderazgo de los generales Eduardo Lonardi, Pedro Eugenio Aramburu y el Contralmirante Isaac Rojas provocó un quiebre profundo que fue más allá del desplazamiento del gobernante elegido democráticamente. A partir de ese momento se profundizó la polarización peronismo/antiperonismo, fragmentación exacerbada por las medidas tomadas por el gobierno de facto, la autodenominada “Revolución Libertadora” (1955-1958), que pronto devino en Dictadura.
Para el sur del país -la Patagonia- el golpe implicó un paréntesis hacia la autonomía política. Durante el peronismo, los territorios nacionales de Chaco, La Pampa (1951) y Misiones (1953) fueron convertidos en nuevas provincias. Pero en Formosa y las provincias patagónicas -Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz- la provincialización se produjo en el último año del gobierno peronista mediante la sanción de la ley N° 14.408. Con el golpe militar, postergar la instalación de las nuevas provincias fue una decisión basada en la necesidad de realizar una tarea previa de “depuración ideológica” y eliminación de los “resabios peronistas”. Entre 1955 y 1958 el gobierno militar mantuvo la proscripción electoral del partido y de su líder, pero intentó borrar al peronismo de la historia argentina mediante un proceso de desperonización compulsiva. En ese marco y con la complicidad de sus aliados civiles -partidos políticos, corporaciones y el clero- decidió iniciar una investigación profunda de las actividades del peronismo, de sus principales dirigentes y del desempeño de los organismos estatales. Para justificar esta “cruzada pedagógica”, ordenó una amplia investigación. Con ese objetivo, fue creada una Comisión Nacional de Investigaciones y se dispuso replicar este formato en todo el país.
La acción desarrollada por estas comisiones nos muestra una radiografía de la política y la sociedad en la que la antinomia amigo-enemigo traducida en la disputa peronismo y antiperonismo se mostraba en su faz más aguda. Y en el caso de la Patagonia, con Estados en formación, la acción desarrollada por las comisiones provinciales y sub-comisiones traduce los consensos, orientaciones y definiciones con los que las provincias iniciaban su historia institucional. El rol activo de la dirigencia partidaria y de gran parte de la sociedad civil en la trama de las investigaciones augura expectativas poco favorables para el ejercicio del disenso y el pluralismo político en los futuros gobiernos constitucionales patagónicos.
La “Revolución Libertadora” y el discurso del orden y la reparación
El consenso para provocar la caída del gobierno peronista tenía una larga gestación. Durante su mandato, Perón se había enfrentado con las grandes corporaciones debido a la pugna por la apropiación de la renta agraria. Sobre el final de su gobierno, el conflicto con la Iglesia Católica alarmó a los sectores más conservadores y al Ejército, en cuyo seno se estaba gestando una conspiración antiperonista. La conjunción de intereses militares, eclesiásticos y partidarios otorgaron legitimidad al desplazamiento del líder justicialista. El conflicto con la Iglesia Católica, la política petrolera oficial, la exacerbación de la violencia, el enfrentamiento faccioso y el ejercicio autoritario del poder fueron algunas de las razones alegadas para desencadenar la conspiración cívico-militar.
Con escasa resistencia, el gobierno peronista fue derrocado el 16 de septiembre de 1955, y se produjo la asunción del General Eduardo Lonardi, jefe de la sublevación en Córdoba. El tono conciliador de Lonardi, resumido en su famosa arenga “no hay vencedores ni vencidos”, acercó al sindicalismo, otrora apoyo sustancial del peronismo, pero no evitó la emergencia de la llamada “resistencia obrera”. Los hacedores de la Revolución -generales Lonardi, Aramburu y Contralmirante Isaac Rojas- se ocuparon en todo momento de crear un andamiaje explicativo de la acción realizada y del rumbo que debía tomar el nuevo gobierno. En primer lugar, buscaron auto-legitimarse a través del rol que les cabía a los militares como gestores de la revolución y ubicaron al golpe dentro de la historia nacional. En segundo lugar, trazaron un diagnóstico severo del gobierno precedente, al que llamaron “tiranía” y propusieron medidas de acción para eliminar todo vestigio del mismo. Ante la población, procuraron justificarse interpretando que su accionar formaba parte de la responsabilidad histórica de las Fuerzas Armadas con el pueblo de la Nación. Conociendo su ilegalidad de origen, intentaron mostrar al golpe como un hecho legítimo, como una obligación histórica “de breve interinato”, que coronaba la culminación de un clima de resistencia popular, de “rebeldía espiritual y material del pueblo sano de nuestra patria”, que la revolución corona la unión pueblo civil y pueblo armado lo que constituye “una verdadera empresa patriótica”. Así presentaron a la revolución como nacida de “…la necesidad de poner fin al caos imperante y a las causas que lo originaron”. En ese sentido el alzamiento armado era la ejecución de una voluntad social que emanaba de la comunidad misma y los militares fueron quienes interpretaron el “sentir del pueblo” y produjeron el golpe. Los militares pretendieron actuar como “reserva del orden” cuando consideraron que la legalidad estaba amenazada, representando el pensamiento de las fuerzas políticas y sectores sociales antiperonistas y constituyendo así una voluntad activa que se impuso sobre la voluntad estatal hasta entonces hegemónica y la derrocó.
El objetivo revolucionario era “recuperar el sistema de vida civilizada occidental”, que formaba parte de la tradición histórica argentina. En ese sentido el golpe hundía sus raíces en los inicios de la Nación. Para la retórica golpista la revolución se entroncaba con la gesta fundadora de Mayo de 1810 y tenía como jalón fundamental los principios e ideales de la Constitución de 1853, pacto constitucional del que la revolución de 1955 se consideraba heredera. Entre 1810 y 1853 el país había presenciado el surgimiento de lo que ellos nominaban como la “Primera Tiranía”, con la que se aludía al gobierno de alcance nacional de Juan Manuel de Rosas. Al ser derrotado en la batalla de Caseros (1852), el pueblo condenó el despotismo y dictó la Constitución Nacional de 1853, “inspirada en el dolor padecido”. Esta afirmación era sostenida con fuerza ya que la asociación despotismo vencido/nuevo pacto constitucional fue utilizada con frecuencia en función de uno de los objetivos primordiales del gobierno de facto que fue la derogación de la Constitución de 1949, de cuño peronista, y el restablecimiento de la vigencia de la Constitución liberal de 1853 y sus reformas.
La voluntad de provocar el golpe nacía de la esencia ideológica de los militares que ellos identificaban con la idea de democracia: “La sustancia democrática no está en su origen y forma de advenimiento sino en las razones éticas que lo determinan y en los medios que emplea para realizar los fines propuestos”. Los aliados civiles que apoyaron el golpe formaban parte de “la opinión sana del país” eran fuerzas de “raigambre democrática” decididas a colaborar para el advenimiento de un futuro Estado Constitucional. En una aparente paradoja, los militares utilizaron en reiteradas ocasiones el concepto democracia diluyendo de su contenido la idea de pueblo participativo y reforzando su asociación con el orden y la armonía. Como bandera, esgrimían que algunas de las instituciones creadas respondían al objetivo de restablecer la soberanía popular y recuperar el verdadero sentido de la democracia, entre ellas la Junta Consultiva Nacional ( que estaba integrada por los socialistas Nicolás Repetto, Américo Ghioldi, Alicia Moreau de Justo, los radicales Oscar Alende, Oscar López Serrot y Miguel Ángel Zavala Ortiz, el socialista Américo Ghioldi y los demócratas progresistas Horacio Thedy y Julio Noble, entre otros) y la Junta de Defensa de la Democracia.
Otra manera de auto-legitimarse fue considerar que la legalidad del movimiento revolucionario se hallaba determinada por la ilegalidad del gobierno derrocado, al que pronto comenzaron a llamar “régimen depuesto“. La revolución venía a libertar al pueblo de la opresión sufrida -de ahí su auto denominación como Libertadora- y a restaurar las libertades vulneradas. Los militares venían así a “restaurar el orden” y “corregir el rumbo” de la Patria, que se había desviado de sus fines originales durante el peronismo. Así lo expresaban en la proclama del 7 de diciembre de 1955, en la que se aseguraba que su razón de ser era derrocar al régimen de la “dictadura” como fin impulsor de la acción militar. Entre los objetivos se encontraba la necesidad de “desmantelar las estructuras y formas totalitarias de la sociedad y desintegrar el estado policial a fin de democratizar la sociedad y las instituciones argentinas”.
Estas argumentaciones justificaban la proscripción electoral del Partido Justicialista y de su líder y la apertura del proceso de desperonización. Su determinación implicaba borrar al peronismo de la memoria colectiva, en suma, destruir sus vestigios para reconstruir lo que ellos consideraban una Nación quebrada y sin rumbo. Se apeló a la desperonización para constituirse como actores legítimos, intérpretes de la verdadera tradición nacional.
La naturaleza misma del golpe de Estado contenía la violencia como parte constitutiva: la desperonización como meta implicó el ejercicio violento y represivo, que excedió la mera declamación. Había dificultad en sostener como compatibles la desperonización con la idea de pacificación del presidente Lonardi. Persecuciones, detenciones, fusilamientos fueron visibles manifestaciones de esa violencia estatal impulsada por el Estado “gendarme”, un “guardián nocturno” que se auto-asume como tutor del “orden deseado”. Pero esa exclusión debía justificarse ante la sociedad y los militares lo van a hacer en forma minuciosa. La puesta en escena del golpe implicó dar a conocer con dramatismo extremo el grado de corrupción imperante que fundaba -para ellos- el avasallamiento institucional. Para ello describieron con crudeza lo que consideraban una “dictadura degradada de honda inmoralidad” que significó un claro retroceso de la argentinidad al desconocer derechos y garantías ciudadanas. En el discurso golpista, el pueblo aparecía como un actor pasivo durante el peronismo, engañado, un colectivo sometido y cargado de obsecuencia. El “servilismo incondicional” de funcionarios y legisladores se tradujo en una “masa de delitos, irregularidades, gérmenes del oprobio de un régimen siniestro” que “afirmó buena parte de su fuerza de cohesión subjetiva en el fanatismo de hombres y mujeres que lo sostuvieron”. Como contraste, la Revolución Libertadora era “límpida, de rectos principios, democrática, sana y restauradora”.
Interpretaban que el camino hacia la “dictadura” peronista se había gestado a partir del golpe de 1943, con la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión que marcó el “comienzo de la descomposición institucional orientada en el camino de la tiranía”.
Perón era el tirano “corrupto y depravado” que había impuesto su voluntad al pueblo. Lo representaban como una figura ambiciosa, con procedimientos delictuosos e inmorales, demagogo y mal gobernante ya que “traicionó los ideales de la nacionalidad”. Afirmaban que discursivamente, al criticar Perón el pasado nacional glorioso de nuestro país, rompió el vínculo existente entre las generaciones argentinas que la revolución venía a anudar nuevamente. Frente al golpe de 1955, Perón era un cobarde que había abandonado el poder y sus deberes como Comandante en Jefe ofreciendo a los militares una “rendición incondicional”. De igual modo, afirmaban que el líder justicialista era el responsable de haber creado “jefaturas espirituales repugnantes a toda conciencia republicana “. Esta expresión era una inequívoca alusión a su esposa Eva, “el más extraordinario elemento de propaganda que tuvo el dictador”, que los militares consideraban una mujer agresiva y espontánea pero le reconocían coraje e intuición política. En alguna medida -decían- Eva se asemejaba a Encarnación Ezcurra, la esposa del gobernador Rosas. Al igual que esta figura, la muerte temprana de Eva “evito al país más graves perturbaciones en el período final de la tiranía”.
El gobierno de facto y la decisión de investigar
Con una acción envolvente, los militares operaron en dos sentidos. Por un lado, ensayaron una estrategia de integración subordinada de los partidos políticos, cómplices del pacto de proscripción. En octubre de 1955, se anunció la creación de una Junta Consultiva Nacional de carácter asesor integrada por fuerzas representativas de diferentes corrientes de opinión y se sugirió replicar esta organización en las provincias. A pesar de su breve vigencia, esta Junta Consultiva fue considerada el brazo civil del movimiento revolucionario. Simultáneamente y mediante decreto-ley se crearon dos comisiones nacionales de investigación: la Comisión Investigadora del enriquecimiento ilícito y la actuación de personas que ejercieron funciones legislativas desde 1946, y la Comisión Nacional de Investigaciones, creada el 7 de octubre de 1955. Su objetivo era determinar la responsabilidad de figuras vinculadas con la administración justicialista con el objetivo de “reintegrar a la administración pública la moralidad, la honestidad y el prestigio que deben caracterizar el ejercicio de sus funciones”, para lo cual se proponía investigar las “irregularidades del régimen depuesto cometidas por funcionarios o por particulares” en todas las ramas de la administración pública. Dotada de facultades y atribuciones judiciales y legislativas excepcionales, estaba integrada por cinco miembros -tres de ellos pertenecientes al orden castrense- y se hallaba bajo la dependencia directa del vicepresidente de la Nación Contraalmirante Isaac Rojas. La presidía el Contralmirante Leonardo Mc Lean, ex director de la Escuela Naval Militar. De su actividad se derivaron 60 comisiones -generales y específicas- que abarcaban un amplio abanico de indagaciones. Las comisiones de investigación eran de diferentes tipos. Algunas eran generales -comisiones que investigaban el accionar de cada ministerio- y otras específicas, vinculadas con la actuación de personas (Jorge Antonio, Alberto Teissaire, ex legisladores peronistas), organismos nacionales (Banco Central, Banco Hipotecario Nacional, YPF, Aerolíneas), espectáculos (cine, teatro y radio), instituciones y asociaciones vinculadas directamente con el peronismo (Escuela Superior Peronista, Fundación Eva Perón, Comisión Pro-Monumento a Eva), entre otras.
Para los militares, esta Comisión Investigadora constituyó un “imperativo revolucionario” basado en la necesidad de restablecer la legalidad que se consideraba perdida durante el peronismo. Mac Lean llegó a afirmar que las Comisiones Investigadoras “debían realizar una limpieza total de los gérmenes del oprobio” y “descubrir para su extirpación hasta donde fuese posible los gérmenes de la traición”. Esta afirmación prefigura las argumentaciones vertidas por las dictaduras militares de 1966 y 1976 y revela el progresivo empoderamiento del orden castrense de estas nociones que formaron parte del régimen estatal de desaparición de personas a partir de la década de 1970.
Las disidencias al interior de las filas golpistas y el vínculo con el movimiento obrero del presidente Lonardi fragmentaron el sector antiperonista del gobierno, provocando la renuncia de la Junta Consultiva Nacional. Con el liderazgo de la Marina, un movimiento interno produjo el desplazamiento de Lonardi por el general Pedro Eugenio Aramburu el 13 de noviembre de 1955, dando por terminado el experimento de la “transición tolerante”.
Como correlato anunciado, se endureció la postura con respecto al peronismo. Se reprimió la actividad sindical, las comisiones investigadoras intensificaron su labor y se produjo la inhabilitación gremial y política del justicialismo y de sus figuras más representativas. En esta instancia cobró mayor relevancia el ala dura de los militares, simbolizada en la figura del vicepresidente de la Nación Contralmirante Isaac Rojas. La desperonización cobró forma normativa mediante el decreto N° 4161 del 5 de marzo de 1956, que prohibió lo que consideraban “elementos de afirmación ideológica o de propaganda peronista”. Este decreto originó el marco legal de la proscripción, justificó la represión y procuró borrar la memoria social para desarticular la identidad política peronista. La represión ejercida motorizó diversas respuestas. Militares, ex funcionarios peronistas y dirigentes sindicales comenzaron a dar forma a lo que se ha llamado “la resistencia peronista”, que se prolongó hasta mediados de la década de 1960. Pero la espiral represiva continuó su marcha ascendente. Este proceso que abarcó todos los aspectos de la vida política nacional se agudizó en junio de 1956 con el levantamiento de los generales de división Juan José Valle y Raúl Tanco, que fue desactivado rápida y drásticamente al decidir el gobierno de facto el fusilamiento de gran parte de los militares y civiles sublevados y la implantación de la Ley Marcial que instaló la pena de muerte por razones políticas.
En todo el país, las Comisiones Investigadoras trabajaron para cumplimentar los fines de su creación. Al cesar su labor habían analizado más de 15.000 notas y expedientes, elevado 314 sumarios y puesto a disposición de la Justicia 1045 procesados. En abril de 1956 Rojas ordenó interrumpir el trabajo de las comisiones, alegando la premura de obtener los datos necesarios para el armado de los libros que darían a conocer los hechos delictuosos. Pero se puede pensar también en presiones empresariales y de las corporaciones económicas nacionales e internacionales ante los hechos investigados.
Continúa
Martha Ruffini
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
Extraído de: Revista Páginas, año 8, n° 16 de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario. – Tiempos antiperonistas en la Patagonia argentina. La acción de las Comisiones Investigadoras durante la “Revolución Libertadora” – por Martha Ruffini
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