En el territorio del Neuquén, las tierras otorgadas por “Ley del Empréstito”, que financió la campaña militar, o de “premios militares”, que benefició con tierras a quienes la llevaron a cabo, no fueron las formas más significativas de entrega de tierras públicas como suele decirse.
En primer lugar, en relación con la superficie entregada en el territorio de Neuquén, se destacan las tierras que fueron dadas bajo las ley Nº 817, de 1876, también llamada “Ley Avellaneda”, que admitía la colonización privada, que de hecho fue mucho más significativa que la estatal, permitiendo a cada interesado acceder a dos fracciones de tierras de hasta 40.000 ha cada una —80.000 ha en total—, sin otorgar la propiedad del recurso hasta tanto no se cumpliesen las obligaciones de poblar.
A partir del año 1884, se efectuaron en el territorio de Neuquén, por aplicación de la Ley Avellaneda, con el supuesto objetivo de “poblar las áreas de frontera”, 34 concesiones de tierras para colonizar, de las cuales se escrituraron en propiedad, a partir de la aplicación de la ley de liquidación de 1891, un total aproximado de 1.620.000 ha de las mejores tierras pastoriles del sudoeste del territorio entre veintisiete particulares. El resto de las concesiones se declararon caducas por no haberse acogido los interesados a esta última ley. Los beneficiarios finales por estas normas legales representan el 8,7% del total de propietarios, en tanto que las tierras privatizadas constituyen el 45,4% de la superficie total escriturada, ocupando el primer lugar en el proceso de privatización del territorio. Estas concesiones, en superficies que casi siempre rondaban las 80.000 ha cada una, el máximo que la Ley Avellaneda permitía, fueron otorgadas por el Estado nacional en las dos últimas décadas del siglo XIX, en forma individual o en condominio, a particulares radicados fuera de la región, especialmente en Buenos Aires.
Años más tarde, como ninguno de los beneficiarios originales había cumplido con las exigencias en materia de colonización, se acogieron a la ley de 1891 que permitía cambiar la obligación de colonizar por la de introducir capital en mejoras y haciendas. A esos fines, recurrieron con frecuencia a administradores, arrendatarios y subarrendatarios radicados en el área, para que con hacienda propia cubrieran tales obligaciones. Dice el gobernador Olmos en el año 1900: “Dos mil quinientas leguas cuadradas de la flor de los campos de este territorio se encuentran en poder de unos cuantos propietarios, los que ni siquiera han venido a conocer sus dominios, mucho menos a poblar y colonizar. Actualmente puede decirse que no hay más colonos que los chilenos, quienes vienen en época apropiada del año para regresar apenas han satisfecho sus necesidades”. Así, con esa población móvil y sus haciendas, los concesionarios justificaban los requisitos de la ley, pudiendo solicitar las tierras en propiedad. Una vez obtenida la escritura, el propietario cobraba “talaje” a los pobladores —término chileno usado para indicar el pago de derechos de pastura—.
La Ley de Poblamiento, Nº 2.875, también llamada de “liquidación”, anuló las obligaciones de colonizar fijadas por la Ley Avellaneda para los primitivos concesionarios, otorgando a quienes no las habían cumplido la posibilidad de conservar en propiedad las tres cuartas partes de las tierras obtenidas —hasta 60.000 ha— en concepto de donación o por compra a precios muy bajos —$0,60 la hectárea—, debiendo devolver una cuarta parte al Estado. Algunos parecen haber burlado incluso las exigencias de la norma, por cuanto lograron conservar en propiedad la totalidad de la superficie originalmente concedida, hecho éste que pudo comprobarse en seis de los veintisiete casos estudiados. La ley de liquidación convirtió a estos “colonizadores” en propietarios habilitados para decidir el futuro destino de sus tierras, ya fuera la venta especulativa o la puesta en producción efectiva de los lotes.
Un minucioso trabajo de investigación permitió identificar a la totalidad de los concesionarios originales, donde se destacan apellidos y grupos familiares emparentados entre sí y muy relacionados con los círculos políticos porteños, como son los casos de Francisco Uriburu —ministro de Hacienda de Juárez Celman—, su prima hermana y esposa, Dolores Uriburu de Uriburu, su hija Elisa Uriburu de Castells y su nieto, Luis Castells, casado a su vez con una de las hijas de Julio A. Roca. Esta sola familia reunió, a razón de 80.000 ha cada uno, un total de 360.000 ha de las mejores tierras de Neuquén. Otros empresarios “colonizadores” beneficiados por el Estado con tierras en la precordillera neuquina fueron el doctor Manuel Marcos Zorrilla —ministro del Interior de Carlos Pellegrini—; el almirante de Marina Carlos Miles; el prefecto general de Puertos Carlos A. Mansilla; el coronel Eduardo Pico —entonces gobernador de La Pampa—, y otros miembros importantes de las estructuras de poder nacionales como Carranza Mármol, Nazarre Piñeiro, Ezcurra, Guerrico, Posse, Anchorena, Ortiz Basualdo y Rodríguez Larreta.
De estos veintisiete propietarios definitivos, sólo unos pocos concretaron la puesta en producción de las tierras, ya sea mediante la explotación directa o mediante administradores y/o arrendatarios. Entre aquellos que conservaron la propiedad y ejercieron la actividad ganadera en la región, también se detecta la presencia de apellidos reconocidos en los ámbitos extrarregionales. Tales son, por ejemplo, los integrantes de la Sociedad Ruibal, Sorondo y Cía., conformada por el teniente coronel Ruibal, miembro del ejército de Roca; el doctor Alejandro Sorondo, oficial primero de la Cámara de Diputados de la Nación, y los hermanos Demetrio y Juan Ignacio Alsina, este último miembro de la comisión de ingenieros que realizó el relevamiento topográfico de la región y gobernador del territorio de Neuquén entre 1902 y 1903. Los establecimientos de esta sociedad, administrados por el mismo Juan I. Alsina (estancias “La Porteña”, “Ruca Mahuida”, “Estancia Vieja” y “La Verdad”), se encuentran entre las más importantes empresas productoras de la costa del río Agrio. También se destaca el apellido Da Rocha —Regina Da Rocha era esposa de Alejandro Sorondo—.
Son, sin embargo, mucho más significativos los casos —dieciséis en total— en los cuales tuvo lugar la venta de las concesiones originalmente otorgadas para colonizar, hecho este que ocurrió sobre fines del siglo XIX y comienzos del XX, cuando el territorio ya estaba organizado administrativamente, comunicado con el resto del país por el ferrocarril y las tierras habían sufrido un natural proceso de valorización. De una u otra forma, quienes vendieron sus superficies siempre obtuvieron importantes ganancias que dependieron de un incremento del valor de venta de la tierra, sin relación alguna con el capital invertido en la propiedad, que de hecho era casi nulo. Si bien resulta difícil acceder a la información sobre los precios pagados en esta transferencia por venta de particulares entre sí, algunas referencias permiten afirmar que, a sólo cinco años de adquiridas al Estado nacional a $0,60 la hectárea, las tierras habían prácticamente triplicado su valor. Sobre fines de la década de 1910, los campos del área andina de Neuquén valían ya entre $17,50 y $20 la hectárea.
De los concesionarios originales, la mayoría vendió entonces la totalidad de sus tierras. De estas extensas superficies, las más cercanas a la cordillera fueron adquiridas en grandes bloques e incorporadas a la producción por sociedades ganaderas constituidas a ese fin, mayoritariamente de capitales chilenos, como la Sociedad Comercial y Ganadera Chile-Argentina (adquirente de 420.000 ha) —luego Sociedad Ganadera Gente Grande—; la Sociedad Fremery y Hohmann (53.200 ha) —luego Sociedad Ganadera La Constancia—; la Sociedad Marini Hnos. (30.700 ha) y la Sociedad Manns y Cía. de Valdivia (30.700 ha). Estas sociedades dirigieron empresarialmente sus grandes extensiones a través de la conformación de distintas estancias manejadas por administración y controladas desde Chile, con una considerable innovación tecnológica y una significativa diversificación de la inversión. La mayoría mantuvo sus propiedades hasta épocas muy recientes, como luego se verá en el estudio particularizado de la más importante de todas ellas, conocida como la Chile-Argentina”.
Se registra sólo una entrega de tierras por la Ley del Empréstito y quince propietarios por premios militares, con un total de 117.325 ha. Cabe destacar, entre ellas, las otorgadas a la viuda e hijos del ex presidente Nicolás Avellaneda, al coronel Pedro Díaz, a Lucio V. Mansilla y al coronel Pablo Campero Belisle, oficial de la campaña de 1879.
En segundo lugar, en relación con la superficie privatizada en el territorio de Neuquén, se destacan las tierras adquiridas por la Ley de Remate Público de 1882. Constatamos en este caso la presencia de 160 propietarios con un total de 1.489.000 ha, lo cual representa el 51,8% de la superficie total privatizada en el territorio. En todos los casos se trata de beneficiarios del remate efectuado en 1885 de las tierras ubicadas en la confluencia de los ríos Limay y Neuquén, en el vértice oriental del territorio. Entre ellos, ya fuera por compra directa en el remate o por ventas posteriores, se destacan: Senillosa Hnos. (Felipe Senillosa era un ganadero de reconocido prestigio, vinculado con la Sociedad Rural Argentina); Casimiro Gómez (dueño de la talabartería más importante de Buenos Aires, proveedor del ejército nacional y futuro presidente de la Unión Industrial Argentina); Encina y Moreno (autores de la primera mensura del territorio); contraalmirante Bartolomé Cordero (jefe del Estado Mayor de la Armada) y Francisco López Lecube (importante propietario de tierras en la provincia de Buenos Aires).
De las casi 1.500.000 ha rematadas, sólo el 5% se encontraba efectivamente ocupado a principios de siglo, lo cual permite afirmar que el remate sólo fue, de parte del Estado, una operación carente de todo plan colonizador y, de parte de los adjudicatarios, una intención mayoritaria de especulación con la valorización futura de las tierras, cuyas posibilidades de uso ganadero —fines para las que fueran vendidas—, vale decirlo, eran muy limitadas. Sin embargo, todos los compradores hicieron muy buenos negocios con la venta de sus superficies luego de la llegada del ferrocarril y del traslado de la capital del territorio desde Chos Malal al Departamento Confluencia en el año 1904. El sitio que hoy ocupa la ciudad de Neuquén era de propiedad de Casimiro Gómez, López Lecube y Francisco Villabrile. El entonces gobernador Carlos Bouquet Roldán hizo las gestiones para el traslado y para la donación del 20% de los terrenos del futuro ejido urbano. Pocos años después, en 1911, los protagonistas de esta operación conformaron la Sociedad Anónima Nueva España —de la cual Casimiro Gómez, quien nunca vivió en Neuquén, poseía el 70% de las acciones— para encargarse de la venta y distribución de lotes de la nueva capital. Mientras que el director delegado de la sociedad era el ex gobernador Carlos Bouquet Roldán, el presidente del directorio era Alejandro Menéndez —miembro de la familia Menéndez-Behety—, con fuertes intereses comerciales y ganaderos en el sur patagónico. Como vemos, el cambio de la capital, con el objetivo explícito de vincularla con el resto del país, permitió que particulares muy relacionados con las esferas políticas regionales y nacionales hicieran muy buenos negocios, vendiendo en 1912 casi 13.000 ha de terrenos por un valor aproximado de 1.800.000 pesos. Esta empresa inmobiliaria siguió haciéndose cargo de la venta de lotes urbanos en la ciudad de Neuquén por varios años más, obteniendo considerables ganancias con la valorización de los terrenos.
Nos hemos extendido en este caso por cuanto entendemos que es un claro ejemplo de la escasa voluntad pobladora que de hecho existió con respecto a los nuevos territorios incorporados a la soberanía nacional. Además, porque permite marcar muy bien las diferencias con las áreas de la Patagonia austral dedicadas a la crianza de ovinos, cuya puesta en producción fue más temprana y con distintas características. Sin duda, Neuquén fue una región de escasos atractivos para el capital nacional, salvo con fines meramente especulativos. Sólo las mejores tierras de las zonas cordillerana y precordillerana se privatizaron —con la única excepción del vértice de la nueva capital—, y éste fue un proceso lento en lo que a su concreta utilización se refiere. En teoría, las tierras se entregaron a particulares con objeto de poblarlas; en la práctica, las concesiones para colonizar se transformaron a corto plazo en propiedades particulares donde, de hecho, la colonización como tal nunca se dio ni se puso en marcha una efectiva explotación económica por parte de sus dueños. Debe recordarse que las áreas andinas norpatagónicas, por sus condiciones de mediterraneidad y lejanía de los puertos del Atlántico, ofrecían un mercado regional ajeno y marginal al modelo de expansión agropecuaria de la Argentina de fines del siglo XIX. Esto podría explicar el escaso interés de los adquirentes por desarrollar una actividad ganadera periférica, orientada a cubrir la demanda del área del Pacífico. En consecuencia, los nuevos propietarios serían, en muchos casos, inversores chilenos fuertemente interesados en las posibilidades que la zona ofrecía para la producción de ganado, en especial vacuno, y su comercialización en el mercado trascordillerano.
Esto motivó que una gran parte de las tierras fiscales de menor calidad productiva se mantuviera en manos de ocupantes sin título —llamados “fiscaleros”—, transformados en crianceros trashumantes con serias condiciones de marginalidad social. Estos grupos, formados muchas veces por descendientes directos de los antiguos dueños de la tierra, ahora despojados y sometidos a nuevas relaciones de producción, y por una gran cantidad de chilenos que prolongan una situación pasada, ahora “intrusos” del nuevo orden social, ocuparon los predios fiscales en idénticas condiciones de pobreza. La supervivencia de estas viejas formas heredadas se evidencia en la situación actual de la tierra pública en Neuquén que abarca una parte importante de su superficie rural, ocupada mayoritariamente por crianceros que pagan permiso de pastaje al Estado provincial. Los propietarios particulares de tierras en la provincia son en proporción escasos, generalmente dueños de grandes establecimientos en las mejores zonas ganaderas del centro y sur del territorio, en tanto que los pequeños y medianos propietarios son poco representativos.
Un párrafo aparte merecen las posibilidades de acceso a la tierra de las comunidades indígenas supervivientes, que a partir del año 1964 (decreto provincial Nº 737) fueron reducidas en reservas, distribuidas en la actualidad entre un total de 46 agrupaciones reconocidas por el gobierno, que ocupan un total de casi 398.000 ha. Estos grupos tropiezan en la actualidad con dificultades que se agravan y que estimulan en un círculo vicioso las características de subsistencia de su economía: superficies restringidas que no pueden ampliar y crecimiento de la población que requiere más animales. Ello hace que la producción ovina y caprina que se desarrolla en las reservas —casi siempre en campos magros— sea de calidad inferior, lo cual limita la colocación de carne, pelo caprino y lana en el mercado e impide la obtención de precios que permitan la necesaria inversión en innovación tecnológica. Todo ello conduce al sobrepastoreo por la falta de descarga anual de los campos, con los consecuentes efectos en materia de degradación y desertización de los campo.
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
Extraído del libro: Historia de la Patagonia, de Susana Bandieri, editorial Sudamericana (2005) – Capítulo 9 – Los nuevos dueños del “desierto”
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