Adolfo Torres andaba masticando bronca. Después de tomar unas copas de caña, dio un hondo suspiro y salió a caminar sin rumbo. En una de las desiertas calles del pueblo vio a un jinete; era el hijo del hombre que tiempo atrás le había dado a Torres una paliza feroz. Se acercó y le pidió que lo llevara en ancas. El jinete fingió no haberlo oído, y siguió su camino tranquilamente, al paso. Torres le ofreció un cigarrillo. El jinete miró para otro lado. Un poco más adelante, la cincha del caballo se aflojó. El jinete desmontó para acomodar el recado. Torres, que lo seguía a pocos metros, apuró el paso mientras sentía un incontenible deseo de matar. Sacó un cuchillo que llevaba en la cintura, tomó al jinete por los cabellos, y le atravesó la garganta. Cuando vio que estaba bien muerto se alejó caminando, sosegado como la siesta. Tiró el puñal en la calle y se fue a la casa de unos conocidos. Al día siguiente les contó lo que había hecho. Luego lo arrestaron.
Corría el año 1905, en Neuquén. Apenas unos meses atrás, la ciudad había sido ungida como capital territorial. Joaquín V. González, por entonces ministro del Interior, había asistido a los actos y al picnic fundacional. Su presencia no sólo había insuflado aires de fiesta, sino también un soplo de positivismo nacional. La nueva capital era apenas un caserío muerto de frío, inerme frente al viento del desierto. Recluido en algún calabozo de la temible policía territorial, Torres quedó a merced del juez Patricio Pardo, quien de inmediato ordenó una pericia psiquiátrica. La tarea fue encomendada al médico Julio Pelagatti, experto en controlar la sanidad de las “chicas” de las casas de tolerancia, y a Eduardo Talero, emigrado colombiano, abogado, político y poeta que desde 1903, era el secretario de la Gobernación del Territorio. Años más tarde, durante su gestión como Jefe de Policía, tendría lugar la matanza de Zainuco, crimen perpetrado por una partida policial contra un grupo de presos evadidos de la cárcel de Neuquén.
Talero y Pelagatti pusieron manos a la obra. Midieron puntillosamente el cuerpo de Torres, calcularon su resistencia al frío, al calor, a los olores y al dolor. Lo interrogaron una y mil veces sobre las razones del crimen. El 26 de marzo enviaron al juez un estudio de 14 fojas, escrito de puño y letra por Pelagatti. Concluían:
“De todos los fenómenos que hemos estudiado detenidamente, opinamos que Adolfo Torres no es consciente del crimen que ha cometido, pues no tiene exacta noción del acto delictuoso, y que más bien que estar recluido en una cárcel, se debería alojar en un manicomio criminal, donde solamente podrá aprender algún oficio, pero nunca será susceptible de una cura regeneradora, pues ciertos sentimientos que son patrimonio de un cerebro bien evolucionado jamás se despertarán en su masa encefálica que no pudo alcanzar todo su completo desarrollo. En resumen: la forma morbosa que afecta a este fenómeno de la raza humana que se llama Adolfo Torres, en nuestro concepto, se debe considerar como una de las más peligrosas para la sociedad, que por causas las más insignificantes puede ser gravemente dañada por los actos inconscientemente delictuosos a que con suma facilidad tiende un hombre cuyo sentido moral es profundamente pervertido”.
No deja de sorprender que, en los confines del desierto patagónico, en un pueblo con aspecto y alma de Far West, rodeado de dunas inquietas y ríos ciclotímicos, se encontraran dos hombres impregnados hasta los huesos en el clima intelectual de la Argentina de comienzos de siglo. En esos tiempos, los dueños de la Argentina se estremecían ante las crecientes protestas sociales, lideradas por inmigrantes europeos socialistas y anarquistas. Las políticas inmigratorias implementadas desde mediados del siglo anterior estaban causando perturbaciones en el cosmos liberal. La fantasía del progreso sin fin comenzaba a diluirse lentamente y empezaban a oírse algunos inquietantes desvaríos nacionalistas.
Adolfo Torres, el matador del jinete neuquino, quedó en manos de estos dos claros exponentes del espíritu del Centenario. Pelagatti y Talero desplegaron toda su ciencia y determinaron que Torres no era responsable de sus actos. Era un criminal, sin duda, pero su culpa estaba exenta de responsabilidad. Es que solamente un ser humano dotado de todas sus facultades puede ser tenido como penalmente responsable de sus actos. Torres, en cambio, era un ejemplar anómalo, degenerado, más parecido a las bestias que a los hombres normales. La pericia psiquiátrica era contundente:
“El individuo que nos ocupa en el sentido antropológico criminal pertenece a una raza esparcida en la actual sociedad civilizada, semejante por sus caracteres somáticos y psíquicos a las razas inferiores actuales. Además, encontramos en el criminal que estudiamos, no solamente algunos caracteres orgánicos y psíquicos que lo asemejan al salvaje, sino anomalías morfológicas y psíquicas también que no son humanas, que más bien son características de otros animales. Este hecho demuestra que el criminal casi siempre es un degenerado sea por degeneración atávica, por degeneración primitiva (detención del desarrollo) sea por degeneración adquirida en el curso de la vida” […] Y puesto que el hombre tiende a regresar al filos primitivo del que por la ley natural de la evolución había salido para alcanzar a través de muchos siglos el grado presente de desarrollo y civilización, brota de este hecho la convicción de los antropólogos de que en cada caso de criminalidad tenemos que tratar a otras tantas formas morbosas cuya etiología, caracteres y morfología tenemos que buscar para establecer si son o no susceptibles de cura pues de ésta depende la suerte de estos seres desgraciados y la seguridad de la sociedad”.
Antes de que el iluminismo regara Europa con su lluvia de razones universales y abstractas, sólo había una forma de escapar de los tormentos judiciales: el reo debía ser catalogado como un monstruo o como un sujeto poseído por el “furor”. Los crímenes contra natura eran, por lo general, inmunes al largo brazo de la ley. La idea del criminal monstruoso se filtraba de algún modo en el argumento de los peritos neuquinos. Sin embargo, el instrumental teórico al que apelaban era mucho más moderno. En el fragmento recién citado, se observa una versión casi calcada de las tesis que servían de base a la Ley Biogenética de Haeckel (naturalista alemán que popularizó los trabajos de Darwin). Torres no había alcanzado el grado máximo de humanidad puesto que su desarrollo había quedado detenido en algún punto animalesco de la secuencia filogenética. O peor aún, este criminal había desandado el camino hacia formas ancestrales. Las fuerzas formativas que -según se creía entonces-, determinaban el progreso del embrión habían fallado y la resultante era este espécimen subnormal y peligroso.
Talero y Pelagatti fueron aventajados discípulos de la escuela de Antropología Criminal italiana. Su admiración por Lombroso parecía no tener límite. Pensaban que el italiano era “el más ferviente apóstol de la antropología criminal”. Su teoría trataba de convencer de que los caracteres físicos y somáticos de ciertas personas indicaban una irreversible propensión al crimen. Dichos caracteres eran estigmas morfológicos, a veces hereditarios, que configuraban sin dudas una antropometría criminal. Las medidas del cuerpo determinaban las medidas morales del alma. El criminal era anterior al crimen.
Según los peritos territoriales, Lombroso había distinguido dos tipos de criminales: los que son tales por defectos orgánicos, congénitos o adquiridos, y los que delinquen por causas externas. Los epilépticos, los locos morales, los pervertidos, los idiotas, los imbéciles, los psicópatas congénitos y los criminales instintivos, todos ellos tenían cabida en la categoría de delincuentes natos o criminales instintivos, ya que sufrían todas estas formas patológicas degenerativas. “Estas diferentes agrupaciones son caracterizadas por fenómenos antropológicos, somáticos, fisiológicos y psíquicos, particulares y predominantes en cada grupo” sostenían. El sambenito lombrosiano le cabía perfectamente al desdichado objeto de sus experimentos.
Adolfo Torres era chileno y había vivido largo tiempo cautivo de los indígenas, cuya lengua hablaba a la perfección. No conocía empleo fijo, sino que se conchababa para tareas rurales. Tenía 19 años, pesaba 64,5 kilos y medía 1,65 metros de altura. Según el informe pericial, era “de buena constitución física y temperamento nervioso”. Su piel era “consistente”, sus “cabellos rubios oscuros y abundantes”. Tenía “pelos escasos en la cara, en la eminencia púbica, en los testículos y otras partes del cuerpo”. Exhibía “arrugas fronto-horizontales en todo el largo de la frente, una sobreciliar derecha con dirección irregular; patas de gallo a los dos lados”. Su índice cefálico alcanzaba los 104 milímetros. El escrito de los peritos abunda en cifras. Sólo algunos datos, como el ángulo facial, no aparecen ya que, según explicaban Talero y Pelagatti, carecían de “goniómetro para medir ángulos y de doble escuadra”.
Sin embargo, tuvieron suficientes instrumentos para determinar las “anomalías cránicas y fisionomónicas”, a saber: “microcefalia, cracocefalia, occicefalia, cráneo asimétrico con convexidad en la región temporoparietal derecha, región temporoparietal izquierda plana; asimetría facial: mitad de derecha de la cara más convexa que la mitad izquierda; prognatismo de la mandíbula; frente aplastada no muy saliente; senos frontales bastante evidentes; aplastamiento del occípite no muy pronunciado, frente baja, ceja derecha más alta que la izquierda; mandíbula bastante desarrollada; apófisis lemurianas desarrolladas; mandíbula fetal”. Aunque no pudieron hacer el examen oftalmoscópico de rigor, porque -otra vez- no tenían aparatos adecuados, los peritos neuquinos destacaron que los ojos grises de Torres tenían una gran movilidad y una visión poderosísima. Los dientes del muchacho chileno les llamaron la atención porque los caninos inferiores eran “más desarrollados que los superiores” y porque “la dirección de los incisivos [era] algo oblicua externa, con ausencia de los incisivos laterales”. Torres era zurdo, y aunque no tuvo hijos no era onanista, añadían los investigadores. Como puede advertirse, los peritos observaron aspectos que les permitían asociar a Torres con un homínido primitivo (mandíbula grande, prognatismo, frente huidiza, caninos inferiores muy desarrollados), pruebas categóricas de una interrupción en el impulso embrionario y evidencia no menos irrefutable de su propensión al delito.
La pobreza del gabinete criminalístico neuquino jugó en algunos casos a favor de Torres: no había aparatos adecuados para ensayar su “reacción al estímulo mecánico, térmico y eléctrico”. Pero sí se pudo determinar su “reacción pupilar poco desarrollada al estímulo luminoso, cutáneo, táctil, dolorífico”. Nada dice el informe sobre el método utilizado para testear la reacción al dolor, pero no es difícil imaginar hasta qué punto habrán llegado para dictaminar que el reo era casi analgésico. Así, hechas éstas y otras mediciones, los autores del informe pasaban a interpretar los resultados.
Muchos de los caracteres antropométricos de Torres coincidían perfectamente con la tipología criminal propuesta por Lombroso. Pero, con cautela, los peritos territoriales advertían que sólo con esto no bastaba. Los factores externos, es decir, su historia familiar y su ambiente, también debían ser tenidos en cuenta a la hora de realizar un dictamen concluyente. Al trazar el perfil psicológico del reo, el dúo patagónico afirmaba que el muchacho era altanero, pero a veces inexpresivo; que no tenía alucinaciones; que su memoria estaba poco desarrollada; que no deliraba, pero tenía amnesias de vez en cuando. Lo describían como un individuo de humor variable, que alternaba momentos de alegría con momentos de melancolía. Para determinar si era responsable de sus actos, debían escudriñar en los sentimientos morales de Torres, y en tal sentido anotaban:
“Estando triste piensa en su crimen y a veces se arrepiente porque dice en la reclusión ha sido abandonado por todos, no hallando quién le alcance una copa de agua o un cigarrillo. Los sentimientos afectivos son muy escasos, desearía tener mujer, pero nunca casarse. Aunque pertenezca a una familia religiosa, él se ha olvidado de todas las prácticas que en la niñez le habían enseñado, no tiene sentimiento moral al punto que confiesa que, si hallara un objeto, dinero o animales ajenos, no tendría escrúpulos en robárselos, con tal de estar seguro que nadie lo hubiese visto. Siente remordimiento de lo que ha cometido solamente porque ha perdido su libertad. Queda impasible si se le dice que su pena durará toda la vida. El grado de instrucción es casi nulo. Estando en la cárcel se ha dedicado a aprender la lectura. Sabe firmar con la mano izquierda. La conducta en el establecimiento no es mala pero siempre demostró tener horror al trabajo. No tuvo nunca ideas de suicidio”.
La falta de remordimiento constituía un dato clave. No era “normal” que alguien no sintiese al menos un poco de contrición después de haber matado a sangre fría. Los peritos patagónicos comenzaron a pensar que estaban frente a un caso de locura moral. Además, estaba probado que el ambiente había sido poco propicio para que Torres desarrollara algún apego a las normas morales. “No pudimos conocer nada acerca de la herencia directa ” decían, no sin antes calificar como casi nulas las condiciones de civilización del homicida. La única norma de Torres era la libertad, algo decisivamente peligroso.
El dictamen final se hacía esperar. Yendo tal vez más allá de lo que el juez les pedía, Talero y Pelagatti se detuvieron a fundamentar su opción teórica. Discurrieron largamente, sobre varias corrientes de la ciencia criminalística, sobre todo italianas y francesas. Cabe peguntarse, en este punto, por qué se afanaron por describir y analizar con tanto detalle el cuerpo y la mente de Torres, cuando les hubiese bastado con conocer sólo el crimen para aplicar el castigo. El nudo de la cuestión radicaba en la moderna e influyente noción de “individuo peligroso”, etiqueta que sin más vueltas los peritos neuquinos le estamparon al reo.
Andando los años, se acentuó la tendencia a “psiquiatrizar” el aparato jurídico. Los médicos se convirtieron en especialistas en el móvil del crimen y empezaron a tratar al cuerpo social como un organismo vivo. En este contexto surgió otra teoría que también fue considerada por Pelagatti y Talero: el alienismo. Los alienistas sostenían que la locura estaba ligada “a condiciones malsanas de existencia (superpoblación, promiscuidad, vida urbana, alcoholismo, desenfreno) y era percibida como fuente de peligros, para uno mismo, para los demás, para el entorno y también para la descendencia por mediación de la herencia”.
A la monomanía y la alienación, debe añadirse aún otra corriente criminológica que fue usada para analizar el caso de Adolfo Torres: la degeneración. La ciencia psiquiátrica admitió que ciertas enfermedades mentales podían afectar los instintos, los afectos y el comportamiento, dejando intactas las funciones del pensamiento. Talero y Pelagatti no vacilaron en calificar a Torres como un degenerado, y para ello se valieron de los conceptos que les ofrecía la Ley Biogenética de Haeckel, que les llegaba a través de Lombroso.
Finalmente, tras revisar unas cuantas teorías sobre la locura moral, pero siempre sobre la base de los postulados Lombrosianos que identifican la locura moral con la criminalidad congénita, Talero y Pelagatti dictaminaban:
“En el caso que estudiamos no dudamos que se trata de un individuo con profundo pervertimiento del sentido moral lo que deducimos del examen somático, fisiológico y psíquico que expusimos. En efecto, este loco moral tiene muchos caracteres que lo acercan al delincuente nato y al epiléptico […] Adolfo Torres no tiene desarrollada la noción de lo que es acción honrada y delictuosa, de lo justo y de lo injusto, de los deberes que tiene que cumplir y de los derechos que le pertenecen en la sociedad. Esta noción no ha sido capaz de adquirirla, sea por falta de educación, sea por incompleta organización cerebral que sin duda es de nacimiento por haber quedado su masa encefálica detenida en el desarrollo de su primera edad”.
He aquí, otra vez, la Ley Biogenética de Haeckel: el cerebro de Torres había experimentado un detenimiento en su desarrollo, estacionándose en algún escalón inferior de la secuencia filética. Pero esta explicación no era suficiente para comprender la súbita aparición de la locura en un sujeto que no había dado señales de estar enfermo a pesar de que sus medidas lo tipificaban como delincuente. Algo estaba faltando para completar el cuadro. Lo que faltaba era la causa inmediata del arrebato de locura que lo convirtió en homicida. Talero y Pelagatti no se amedrentaron y echaron mano de la noción de “sacudida moral o trastorno físico profundo”. Según los peritos, fueron sus largos años de cautiverio entre los indígenas los que, a la postre, actuaron como catalizador de la locura criminal de Torres. Por si acaso, añadían que una epilepsia hereditaria y el alcoholismo de padres o abuelos también podrían haber tenido algo que ver en el arrebato demencial del acusado. ¿Era culpable de su crimen Adolfo Torres? Sí; pero no podía hallárselo penalmente responsable. Sus taras morales derivaban de una falla en el desarrollo ontogenético, y así lo atestiguaban sus caracteres físicos. El reo debía ser recluido en un manicomio. Era un individuo peligroso, esencialmente pervertido de su sentido moral, una amenaza para la sociedad. Pero no podía castigárselo. Modernos, al fin, los peritos neuquinos tenían -en este caso- razones suficientes para recomendar un poco de clemencia.
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
Texto publicado en Las Vacas de Míster Darwin y otros ensayos (Publifadecs: General Roca, Río Negro), capítulo 6, Patagónicos y Lombrosianos, de Fernando Lizárraga y Leonardo Salgado (2006) El texto ha sido adaptado y resumido. Para leer texto completo, click aquí:
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