Los habitantes de la pequeña aldea no solo trabajaban. Les gustaba divertirse, festejar, entretenerse, bailar, reunirse, jugar y hacer deportes.
Doña Adalgota expresa la importancia que tenían las fiestas patrias al relatar sus recuerdos: “Era impresionante. En las fiestas del 25 de mayo y del 9 de julio, los pocos que habíamos éramos tan patriotas que aunque estuviera nevando, íbamos”. Organizaba los actos una comisión de festejos en la cual estaban representadas todas las fuerzas vivas y los organismos oficiales, comenzando por la Comisión de Fomento, que dejaba todo en sus manos. Esta comisión invitaba a un vecino del pueblo para que dirigiera la palabra a los presentes. A la gente le gustaba escuchar estos discursos. Motivaban la asistencia y se comentaban en los corrillos, después del acto. Se rezaba una Misa de Campaña y había desfile militar y escolar. Pero la simpática y democrática costumbre de hacer participar a los vecinos en los discursos, lamentablemente se perdió.
Por la tarde, se organizaban actividades como carreras de embolsados, subir el palo enjabonado, carreras de sortijas, etc.
La noche anterior a la fecha patria se celebraba una cena y un baile de gala, para el cual señoras y señoritas vestían de largo y se preparaban con bastante antelación. A medianoche, al dar las doce, todos se ponían de pie y cantaban el Himno Nacional. La cena comenzaba a las 21,30 o 22 hs; después de medianoche empezaba el baile, para terminar a las 6 o 7de la mañana. Estas fiestas no eran frecuentes. Se hacían para el 25 de mayo, el 9 de julio y el 12 de octubre, en el Hotel Lácar.
Se bailaba el tango, la polca, la ranchera; después el pasodoble, la milonga, el rock and roll, y todos los bailes de moda, pero el tango y el pasodoble perduraban durante bastante tiempo. También se hacían bailes en las casas de familia.
Martha nos cuenta que su hermano, que tocaba la guitarra, formó un grupo de folklore en 1938 o 1939. Lo primero que bailaron fue el pericón.
Para las fiestas patrias se hacían también “ramadas” o “enramadas“. En alguna manzana baldía se construían precarios bares o lugares de comida con techos de ramas donde se podía comer empanadas y tomarse un vinito, alegrándose con la música del acordeón o de las guitarras durante todo el día. El baile no tardaba en comenzar, al aire libre, mientras la bandera azul y blanca flameaba en una caña en lo alto de la enramada. También se jugaba a la taba. Al deshilvanar los recuerdos, alguien cuenta que había ido a una que se había hecho en la plaza Sarmiento; otra persona, a las que se hacían en el Arenal. Para el 18 de septiembre también se armaban las enramadas, festejando el día de Chile.
En algunas de las fechas patrias se organizaba un asado popular. Parques Nacionales también lo hacía para su día, el 6 de noviembre. Fue asado con cuero en los primeros tiempos de la pequeña aldea. Más tarde este almuerzo fue usual en el aniversario de la fundación del pueblo, pero se cocinaba al asador. Recuerdo alguno en la manzana arbolada vecina al arroyo en la costa del lago, otro en el predio del hospital rural. Tengo aún la imagen de la exultante abundancia de veinticinco o más animales asándose lentamente; de los cocineros elegidos -baqueanos ellos en estas lides, ampliamente reconocidos por su experiencia- moviendo brasas, aderezando con “chimichurri” los chivitos y corderitos atravesados por el asador de hierro. Oigo aún el chisporroteo de la grasa que, escurriéndose, cae al fuego. Veo a uno de los paisanos cocineros secándose la transpiración, a otro escanciando el vino tinto mientras los demás lo beben con gusto entre bromas y risas. Es la fiesta.
En razón del festejo, algunos “han bajado” al pueblo en su alazán o en su lobuna. Trabajan y conversan. Quizá sobre qué caballo tendrá más posibilidad de ganar esa tarde en las cuadreras. Comentan que “esa media res es de… que tiene buenas vaquillonas”; o “estos chivitos los trajeron de…” La carne era donada por los estancieros de la comarca y por los carniceros locales. Se comía “de parado”; sobre mesas armadas con tablas y caballetes, abundaba también la ensalada de lechuga y cebollas, y la galleta de campo o de trincha. Era un asado popular y estábamos todos allí -en mesas sin cabecera- guardándonos del fuerte sol de febrero o gozando del algo tímido sol de noviembre.
El carnaval se festejaba con entusiasmo. Se bailaba en el Hotel Lácar y años más tarde, también en el salón de Bazzana, en el de Bomberos Voluntarios y en lo de Rocha.
Además, “se organizaba el corso, con los palcos en el medio de la calle principal, la Gral San Martín”, desde Sarmiento hasta Belgrano. “Circulaban los coches, que eran pocos, y algunos carros con gente disfrazada”, recuerda Don Tito. “Se hacían carrozas hermosas, se trabajaba mucho” – agrega Adriana – y “se adornaban las calles con guirnaldas de todos colores”. Naturalmente también se jugaba con agua. Para asistir al corso disfrazado con careta, había que sacar un permiso municipal que debía exhibirse.
Entre los deportes, la equitación era uno de los preferidos, tanto por las damas como por los caballeros. En general todos sabían montar, porque en aquel entonces el caballo era ante todo un medio de transporte. Por esto, por necesidades de trabajo o por el placer de pasear, la mayoría de las familias poseía caballos propios.
Los paisanos criollos o indígenas usaban monturas de bastos o de cangalla, y vestían los hermosos atuendos del gaucho; los porteños y extranjeros las usaban de estilo mexicano o inglesas, y calzaban botas de montar con “breeches”, camisa con corbata, chaleco -que los hombres adornaban con un reloj de bolsillo-, saco, guantes y sombrero; una moda que, excepto el reloj, compartían las damas. Sin embargo, hasta bastante avanzado el siglo se usó, sobre todo en el campo, la montura de lado para las mujeres. Se sentaban de costado vistiendo amplias faldas.
Se paseaba a caballo por el pueblo y sus alrededores. También se salía y se recorrían grandes distancias, como a Hua-Hum, a lago Hermoso, a Filohuahum, en cuyos casos se debía prever dónde dormir.
Así como hoy en día los niños reciben una bicicleta de regalo, los adolescentes quieren la moto, o unos y otros prefieren un par de esquíes, en aquellos tiempos de la pequeña aldea pedíamos el caballo. Por otro lado, en las familias de la comarca, cuando el hijo o el nieto estaban en edad de cabalgar, el padre o el abuelo se dedicaban a encontrar “un petiso” y comprarlo.
Un caballo no siempre era un regalo personal. Debía ser compartido con los demás hermanos y hermanas. Daba trabajo y ocasionaba gastos pues había que darle de comer y beber, claro que no tantos como la creciente sofisticación tecnológica del esquí. Si la casa no tenía suficiente terreno con pasto, había que comprarlo o llevarlo a pacer en los baldíos, en las veredas, siempre con el lazo en la mano, no fuese que apareciera el “recorredor” municipal, ante quien podíamos aducir “lo saqué a tomar agua en la acequia” o “lo traigo de tomar agua en el arroyo”, antes que nos llamara la atención, porque si lo encontraba suelto y solo, se lo llevaba secuestrado al corralón. Si esto ocurría, tenían que intervenir los padres y la situación se complicaba para todos.
Con el tiempo, la moda del traje de montar se fue dejando en favor del “jean”. Pero los hombres de campo, ya fueran criollos, mapuche o extranjeros, adoptaron la bombacha del gaucho, el pañuelo al cuello, la corralera con su aire andaluz, la faja artesanal urdida en telares mapuche, el poncho pampa, o el poncho de Castilla que nos llegó de Chile.
Otro deporte era el fútbol. En la década del ’30 los partidos más divertidos eran los de solteros contra casados. Después se comenzó a nadar en el lago, a jugar a la pelota al cesto, al tenis, y a ascender a las montañas; se hicieron carreras de bicicletas y se comenzó a esquiar.
El caballo fue protagonista en otra costumbre de la pequeña aldea: las carreras de sortija, las carreras cuadreras, en fin… ¡las carreras!
Esta actividad fue una fuente de trabajo para criadores, preparadores y corredores de caballos. Era también ocasión de lucimiento para “abanderados” y jueces de las carreras. Motivaba vocaciones y desarrollaba habilidades específicas. Ponía de manifiesto la astucia, la inteligencia y el conocimiento empleados por el corredor para ganar la carrera. Si una carrera se pactaba en 68 kilos de peso, el jockey que pesaba menos debía compensarlo. Se llevaban municiones en una bolsita para dar el peso. Para no perder rapidez moviéndose de un lado a otro para azuzar el caballo, algunos usaban dos rebenques, uno en cada mano, con lo cual sólo necesitaban cambiar de manos las riendas. No se trataba tan sólo de ganar algo de dinero. La idiosincrasia de nuestro hombre de campo exigía hacer las cosas bien para lucirse con sano orgullo.
Cuando llegaba la gran fecha, se producían alegrías y desengaños según cómo se comportaran las patas del elegido. Se cuenta que una vez, una persona ganó $3.000 ¡en una sola carrera! Un pulular de apuestas derrumbaba toda frontera de diferencias basadas en el poder, en la riqueza o en la clase social, creando un ambiente de confraternidad popular. Esto no impedía, sin embargo, que alguna vez se produjeran altercados.
En las fechas patrias se corrían carreras de sortijas en la calle principal, a la altura de la plaza Sarmiento, pues era una actividad importante incluida en el programa de festejos. En este mismo lugar, en los primeros tiempos de la pequeña aldea, se corrían las cuadreras, pero años más tarde se trasladaron a El Arenal. También se corrían pollas, o sea carreras con más de dos caballos.
Había distintas modalidades de carreras: “A la convidada” era sin bandera y sólo se decía ¡vamos! y ¡vamos!. Otra era “al grito”: largaban “de parados” con la consigna ¡a la una!, ¡a las dos!, ¡a las tres! No había gateras ni nada que se les pareciera. En “a la bandera” venían corriendo y debían pasar en una misma línea delante del “abanderado”, quien bajaba la bandera sólo si los corredores venían parejos; si alguno pasaba adelantado o retrasado, no lo hacía. Se repetían dos y tres veces las partidas. El abanderado hada las veces de juez de la carrera. Se exigía que fuera una persona honesta, imparcial y ecuánime. Don Enrique Gingins y Don Enrique Castillo se destacaron, entre otros, como abanderados por poseer y practicar esas virtudes.
“Las carreras importantes se hacían bajo contrato que se firmaba con antelación. En él se establecía el día, la hora, el nombre del caballo, el pelo, la marca, el peso con el que debía correr. Por esta razón el jockey, al momento de montar, registraba el peso en la balanza con todo lo que tenía: el freno con cabezada y riendas, rebenque, y si tenía que cargar peso, lo que fuera”, nos cuenta Don Teodoro. También recuerda como excelentes jockeys, entre otros, a Pablo y Julio Sandoval, a Juan Ortiz y a Don Transito Soto, puestero de estancia en la comarca vecina. “De Junín de los Andes venían” -a la pequeña aldea- “hombres caracterizados que se dedicaban a esta actividad y se acercaban con sus parejeros para tratar de formalizar alguna carrera”.
Pablo Sandoval nadó en la Vega. Su padre, Don Daniel, había llegado de Chile en 1903 y criaba caballos. Don Pablo era cuidador, preparador de caballos de carrera y también jockey. Don Héctor Alegre -el farmacéutico de la pequeña aldea- vio sus habilidades y le hizo los trámites para que fuera a Buenos Aires. Estuvo en Palermo, en La Plata y finalmente en San Isidro. Nos cuenta que, habiendo pasado todos los exámenes del oficio de jockey, no le dieron el certificado porque tenía asma. Estuvo ocho años en Buenos Aires. El 11 de junio de 1939 se corrió el clásico Ignacio Correas en el Hipódromo Argentino. Irineo Leguizamo, con la yegua Barrancosa, ganó por dos cuerpos y medio y pagó $6,70; su vareador era Don Pablo, nuestro vecino.
Don Martín Antil era ganadero en la zona del lago Lolog. También se destacó como jockey y preparador de caballos de carrera. Los dueños de los caballos, la gente del ambiente, confiaban en él y ponían en sus manos los parejeros. Precisamente por merecer esta confianza -nos cuenta su hijo- era muy solicitado, tanto para prepararlos como para correrlos.
Se van concatenando los hechos del pasado. Don Gastón recuerda el gramófono de marca francesa, “con esas tremendas bocinas” que tenía Don Luis, su padre, amante de la ópera. Maclovia nos cuenta que Don Fulgencio Pereda, quien tenía un pequeño comercio, junto con su hija Blanquita, daba obras de teatro. Y Doña Popi se acuerda de que los circos llegaron más de una vez a la pequeña aldea.
Otro entretenimiento era jugar a las cartas. La canasta, el truco, el póker. El póker jugado por dinero y mucho, se convirtió en un vicio. Trajo tristeza y problemas a más de una familia.
En las carreras de caballo también se jugaba fuerte. Se cuenta que una persona apostó cien capones, los perdió pero pagó religiosamente. Otro jugó su caballo ensillado y tuvo que volverse a pie. Alguien apostó la yunta de bueyes de su carro y se quedó sin poder usarlo en el trabajo. Por suerte las carreras no se corrían con frecuencia.
Las chanzas que hacían los pobladores asumían características particulares. ¡Les gustaba hacer bromas! Surgían o se hacían en las horas de las charlas en el bar, mientras se tomaba un aperitivo o un cafecito. Algunas fueron muy pesadas, pero se apreciaba el ingenio y como poseían un gran sentido del humor, en general no se sentían ofendidos. Las sobrellevaban ambas partes con hidalguía, pues se sabía dar resarcimiento.
Se valoraban las fiestas escolares pues sus niños eran entonces las primeras figuras. Se posesionaban de su papel en los cuadros vivos; recitaban poesía; hacían reír con las comedias y llorar con los dramas; bailaban y cantaban. Una de las más importantes era la de fin de curso, que coincidía con el 25 de mayo. ¡Era la fiesta de la Escuela! Asistían autoridades, padres y todo aquel que quisiera.
Hacia 1927 llega el cine a la pequeña aldea “En ese año dieron cine porque en la escuela o en la Biblioteca Popular «9 de Julio» había una máquina chica” nos explica Don Buby. En 1929 su padre, Carlos Emilio Weber, comenzó a dar películas, y Martha se acuerda de haber ido “al biógrafo al Hotel Lácar”. Las películas las traían de Bahía Blanca. Al comienzo era cine mudo, y se vieron las películas de Chaplin. Cuando llegó el cine hablado, la película que venía en un rollo grande, tenía que arrancar junto con el sonido. A veces, escenas y voces no coincidían y Don Orlos Emilio tenía que parar y sincronizar. El intervalo se hacía cuando había que cambiar el rollo. La llegada de la película se anunciaba con una bomba. Entonces, todos sabían que había función esa noche.
Elías Aquin tenía un hotel con bar, salón de billar y restaurante en la esquina sur de las calles Elordi y Perito Moreno. En él Don Elias instaló el primer cine estable a fines de 1938. En ese año se enteró que un hotel de Junín de los Andes tenía un cine “pero no daba resultado. Se lo ofertaron a mi papá, le dieron facilidades para pagar y así lo pudo comprar”. “El negro Tosi era técnico electricista. Ese muchacho vino, trajimos las máquinas y las instaló”. “Para eso papá agrandó el local”. El cine contaba con una pequeña boletería a la calle. Todo esto nos cuentan Isabel y Ramón, hijos de Don Elías. La función se anunciaba usando un cañoncito con cartuchos de escopeta n°12, con tres tiros: el primero quería decir que había cine; el segundo indicaba que faltaban 10 minutos para comenzar; el tercero se hacía oír cuando la película empezaba, a las 21 o 22 hs. Se cuenta que cuando la película gustaba mucho a los asistentes, Don Elías se las pasaba de nuevo gratis. Cierta noche les pasó más de una película y la función terminó a las cuatro de la mañana.
También se dieron películas en el salón que tenía el fotógrafo Sr.Bazzana.
En 1944 Don Farid Obeid, Don Carlos María Weber y Don Salvador Chidiak inauguran el cine Amancay.
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
Extraído de Libro del Centenario de San Martín de los Andes
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