ADIOS CALEUFÚ, exclamaron los tres al hundirse medio cuerpo en el agua, sobre la balsa y tomar el cauce endemoniado del Collón Curá. Eran don Francisco P. Moreno y sus asistentes Gavino y Melgarejo, evadidos de las tolderías del cacique Shaihueque. El agua estaba helada, más no había tiempo para pensar en ello. Eran juguete del torrente y saltaban sobre las piedras del cauce, que amenazaban con partir los maderos y destrozar a sus tripulantes.
A las dos horas de navegar en tan terribles condiciones, sintieron gritos de la indiada próxima hacia el Oeste. La noticia de la fuga había llegado hasta los toldos de avanzada allí situados.
«En el mismo momento una enorme avalancha de agua nos lanzaba contra un enorme cerro a pique, a cuyo pie, entre enormes cubos, remolineaban las olas. La pobre balsa quedó clavada entre dos de esas rocas; el ruido atronaba y la obscuridad no permitía ver sino la espuma blanca. Si no salíamos de ese infierno, vivos o muertos, antes del día, los indios no tardarían en descubrirnos».
Gavino y Melgarejo trataron de trepar al cerro, lo que les valió la pérdida del facón a uno y del revólver al otro. Moreno llevaba consigo todo un arsenal: el revólver, 40 balas, la bandera, los diarios de viaje, un paquete de cebo y las latas de conserva que eran su único alimento. No podía perderse tan preciosa carga. Aferrándose con uñas y dientes a la balsa hizo palanca con un palo que usaban a modo de botalón. Ayudados por la violenta correntada, la ernbarcación zafó con terrible impulso. Las piedras les desgarraban las piernas que colgaban fuera de los palos.
Ateridos de frío, con fuertes dolores en todo el cuerpo, siguieron avanzando, viéndose morir a cada golpe contra las rocas, basta que por fin la oscuridad fue cediendo. No era prudente navegar de día; los indios podían descubrirlos. El agua era precioso aliado para borrar el rastro, pero con toda seguridad que Shaihueque no desecharía la hipótesis de la fuga.
Fondearon en una isla, próximos ya a la confluencia del Collón Curá con el Limay. Al evocar las aguas serenas del lago, qué llegaban hasta ellos en mensaje de liberación, pensaba el ánimo entristecido si saldrían con vida de tan tremenda empresa. Por suerte la isla quedaba en una hondonada, cercada a todo flanco por altos cerros. Nada mejor que ese lugar para hacer fuego sin peligro de ser vistos. El descanso junto a la lumbre, las ropas secas y el cebo, que les pareció un manjar delicado, les infundió nuevos alientos. Cuando la noche se hizo presente botaron la balsa, ahora reconstruida y reforzada.
Pero si esperaban una navegación placentera, volvieron a equivocarse. «La oscuridad era profunda y la balsa corría vertiginosa entre rocas. Momentos hubo en que el fragor no permitía hablar y enmudecimos más de una vez. Cuando después de haber estado cien veces expuestos a destrozarnos, varamos en una playa de isla resguardada, decidimos no tentar fortuna de noche».
De tal modo, la tercera jornada de viaje la hicieron con luz de día. El peligro era menor, pues podían dirigir algo el rumbo. Sin embargo, los remansos y los troncos les hacían perder mucho tiempo.
La cuarta jornada fue menos azarosa, aunque el estado físico iba decayendo sensiblemente, debido más que nada a la mínima alimentación, a las heridas y magulladuras. En el paso de «Pirquín-Piramuá», por donde cruza el camino que conduce a Valcheta, hallaron cuatro balsas y pisadas frescas de indios. Ya los estaban buscando por allí.
Metidos en. el agua casi por completo se alejaron del lugar; en uno de los recodos la balsa se dio vuelta, desnivelada por el peso de la carga y. la correntada de flanco. Por suerte consiguieron rescatarla y exhaustos se echaron en la orilla vecina, donde pasaron la noche.
En la navegación de la quinta jornada se dejaron llevar por las aguas. Apenas podían moverse, tal el estado de postración. El aliento fue nulo; sólo les quedaba una lata de «paté», desesperado recurso que no convenía gastar. El fuego podía delatarlos; tampoco hubo lumbre reparadora.
El sexto tramo de esa carrera en pos de la vida y la libertad fue menos accidentado con la ventaja de una fuerte correntada. Lástima que no pudieron detener la carrera para comer manzanas de la costa, que cual suplicio de Tántalo les prometían suculento festín. Daba ganas de llorar de desesperación; estar hambrientos, traspasados de frío y no poder comer aquel fruto que, si en el Paraíso perdió a Eva, a ellos podía devolverles las fuerzas y quizás la vida, que se les escapaba por minutos.
Vieron un humo y localizaron él rastro fresco de la indiada. La suerte los acompañaba. Los indios acababan de rumbear para los cerros. Festejaron liquidando el último cartucho: el «paté» les supo a gloria y hasta hubo ánimo para bromear. «… el 17 fue un día tristísimo; la fatiga era mucha, grande el hambre, y sólo tuvimos para satisfacerla algunas raíces de junco; en cambio podíamos saciar la sed que era devoradora, por la fiebre que nos aniquilaba. Esa noche no hablamos; tirados en la playa, desconfiamos entonces del porvenir. ¿Llegaríamos al Neuquén? ¿Habría fortín allí? Dudas terribles.
Y llegó así la etapa final. Se hicieron al agua; la balsa, zarandeada por la correntada, parecía llevar en el lomo montones de ropa mojada. Eran tres cuerpos inermes. No podían si quiera mover los brazos para guiar; quedaba sólo un camino: abandonar la embarcación y tratar de arrastrarse por tierra hacia donde presumían estaría el fortín. Tuvieron suerte, pues dieron con la senda india que llevaba hasta él, en el bajo donde el Limay se reúne con el Neuquén, que viene del Norte para dar nacimiento al río Negro.
«Tristísimo era el desfile de los tres hambrientos…. yo iba adelante, media cuadra más atrás Melgarejo, y luego Gavino, el menos caminador. De cuando en cuando caíamos y cuando tropezábamos con algún pozo de agua casi podrida, bebíamos hasta saciarnos. Recuerdo que entre los juncos de uno de los pozos estuve largo rato inconsciente; sólo la brisa de la tarde nos dio aliento y entonces pude ver que no me había equivocado».
Hicieron fuego para avisar a la guardia y siguieron, más que caminando arrastrándose.
«No caminamos, patrón. No podemos», articuló apenas al recio correntino, vencido por completo.
«Que dura noche pasé entre las espinas. Mis hombres no dormían; parecían muertos. Yo pensaba: morir estando tan cerca, después de todo lo que he pasado, cuando el lago ya no es un misterio, cuando he revelado miles de leguas fértiles que se creían desiertas, cuando acabo de demostrar con el descenso en balsa que el río es navegable y que los saltos que se decía tener, y que yo había negado no existían.»
Con las primeras luces del día revivieron los compañeros y convenciéndolos de que estaban sobre la confluencia del Limay logró que caminaran. Las huellas del carro del Coronel Guerrico inyectaron mayor ánimo y pudieron ascender la loma.
Al pie de ella, las aguas del Neuquén lamían las orillas perezosamente. A lo lejos se distinguía una sombra; tenía que ser el fortín. Con la luz que fue acentuándose distinguieron polvareda. Había gente. Fueran indios o cristianos, ése era el final de la partida y no había tiempo para deliberaciones.
La bandera patria, aquel preciado símbolo que llevara junto al corazón en cada etapa de la épica marcha, flameó sobre el barranco mientras disparaba los cartuchos que ya no necesitarían más.
Gran alboroto en el Fortín, soldados corriendo a todo rumbo. Una partida cruza el bosque y se detiene junto al río. Echan pie a tierra y enfilan los Remington hacia los fugitivos.
– ¿Quién vive?
– Moreno, escapado de los indios –
“’Estábamos salvados. Desnudos, agarrados a la cola de los caballos, llegamos a la orilla opuesta. El oficial del Fortín, el bravo Teniente, luego Capitán Crouzeilles, me recibió dentro del agua y el buen viejo, el Teniente Batalla, no bien pisé a tierra, me ofreció un cigarro.»
Había terminado la odisea de los tres intrusos. Estaban al fin entre cristianos. Junto al soldado del fortín, la patria se hacía presente, en su modesta grandiosidad, para devolverlos a la vida. Años después, recordando este episodio, dijo Moreno: «Que fieles eran aquellos hombres cuyas fechorías, si ellas eran la causa de su «destino», fueron más que compensadas con tanta hombría, tanto afecto, tanta gloria. Tema éste que me devora cuando vuelvo al pasado- y miro aquellos veteranos que ya no tendremos; aquella tan calificada “carne de cañón» y que fue también carne de lanza, de boleadora y facón».
Muchos años más tarde, el Dr. Moreno efectuó varías visitas a nuestra Neuquén capital. La primera vez, el 10 de diciembre de 1908, fue recibido por el Gobernador Elordi y, en otra ocasión, en circunstancias de acompañar al ex-presidente de Estados Unidos Teodoro Rooservelt en su viaje al Nahuel Huapí, pasó por Neuquén en el año 1913.
Moreno murió en Buenos Aires el 22 de noviembre de 1919. En su memoria, se emplazó un monolito recordatorio en el cruce de río Caleufú con la ruta nacional N°. 40. en el mismo lugar donde se evadió de la prisión del cacique Shaihueque el 11 de febrero de 1880.
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
Fuente: 50 años – Neuquén – Álbum conmemorativo de Otto Neumann – 1954
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