Aquel 9 de abril de 1932, Antonio González Collazo, vivió una noche de esas que no se quieren volver a vivir. Ese día, cuatro hombres armados se presentaron en su casa de comercio ubicada en el paraje Carri Yegua de Río Negro, cercano a Mencué, a la altura aproximada del actual embalse de Piedra del Águila. Entre ellos, destacaba un hombre de cabello rubio, delgado y con ojos verdes, que sería identificado solo como «El Rubio».
La banda, compuesta por Bruno Braach, los hermanos Crisanto y Lorenzo Rodríguez, y el mismísimo «Rubio», llegó a la casa de comercio al caer la noche. Después de dejar sus caballos en el bañadero de ovejas, comenzaron el asalto.
La banda
Braach, conocido también como «Carlín», «El Curandero», «El Brujo» o «El Mágico», era un alemán de treinta y ocho años que llevaba diez años en Argentina. Soltero, alfabetizado y jornalero, había acumulado un historial delictivo considerable, incluyendo una condena por lesiones en 1931. Su habilidad para el engaño y el conocimiento de hierbas y remedios naturales le había ganado varios apodos entre sus compañeros y las autoridades.
Crisanto Rodríguez, apodado «El Tuerto», era un hombre de mirada intimidante debido a la pérdida de un ojo en una pelea años atrás. De apariencia ruda, era conocido por su astucia y capacidad para planificar robos meticulosamente. Su hermano Lorenzo, llamado «El Chueco» por su leve renguera, compartía la misma destreza para el delito. Los hermanos Rodríguez, ambos de mediana edad y nacidos en la región, eran expertos en eludir a la policía y habían participado en varios asaltos antes de unirse a la banda del «Rubio».
El «Rubio», cuya identidad real mantendremos en suspenso, era el líder indiscutible. Con su cabello rubio, delgado y ojos verdes, se destacaba no solo por su apariencia sino por su habilidad para comandar y ejecutar asaltos con precisión. Su presencia imponía respeto y temor tanto entre sus compañeros como entre sus víctimas.
Esta heterogénea pero eficiente banda, cada uno con su propio conjunto de habilidades y apodos formaba una de las bandas más temidas y buscadas de la región.
El asalto
El «Rubio», armado con un cuchillo y una linterna, se adelantó al grupo. Con una destreza que demostraba su experiencia en estos menesteres, cortó el alambre de una ventana para ingresar al depósito del negocio. Mientras tanto, Crisanto y Lorenzo se quedaron en el jardín vigilando los alrededores para evitar cualquier sorpresa desagradable, mientras Braach se preparaba para entrar y ayudar con el saqueo.
El «Rubio» entró al depósito, alumbrando con su linterna. Rápido y eficiente, se dirigió hacia el despacho y abrió la puerta, permitiendo que su compañero Braach entrara también. Juntos, comenzaron a registrar el lugar en busca de objetos de valor. Mientras tanto, los perros de la casa ladraban sin cesar, inquietos por la presencia de extraños. Esta situación podría haber alertado a los vecinos y frustrado el robo. Sin embargo, el «Rubio», mostrando su habilidad y experiencia, actuó rápidamente para controlar la situación. «No importa, nosotros tenemos un buen remedio para eso», dijo con calma antes de dar una vuelta por detrás de la casa.
El «Rubio» había traído consigo carne envenenada, un método común utilizado por los bandidos de la época para silenciar a los perros guardianes. Arrojó la carne a los perros, quienes, atraídos por el olor, la devoraron rápidamente. Al poco tiempo, los ladridos cesaron, y los perros, ahora envenenados, quedaron inmóviles, permitiendo que la banda continuara con “su tarea” sin interrupciones.
Dentro de la tienda, el «Rubio» y Braach comenzaron a recoger toda la mercancía que pudieron encontrar. Metieron ropa, alimentos, bebidas y otros artículos de valor en varias bolsas. Mientras trabajaban, el «Rubio» mostró un lado poco conocido de su personalidad. En un momento dado, encontró unas golosinas y las repartió entre sus compañeros. «Coman, deben estar muertos de hambre», dijo, intentando mantener la moral alta y disminuir el nerviosismo. También encontraron vino, y no dudaron en servirse unos tragos para aliviar la tensión de la operación.
Mientras tanto, los hermanos Rodríguez permanecían alerta en el jardín, preparados para cualquier eventualidad. El plan era simple: actuar rápido, tomar todo lo que pudieran y desaparecer antes de que alguien pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. La habilidad con la que llevaron a cabo esta tarea mostraba que no era la primera vez que realizaban una operación de este tipo.
A lo largo del saqueo, los ladrones prestaron especial atención a los objetos personales de valor. Entre los artículos robados se encontraban un par de anteojos y un lazo, ambos pertenecientes a Antonio González Collazo. Estos objetos serían fundamentales más adelante, ya que su identificación ayudaría a vincular a los ladrones con el robo.
Antes de abandonar la casa, el «Rubio» se aseguró de que todos tuvieran ropa adecuada. Cambiaron algunas de sus prendas viejas por las nuevas que habían encontrado en el lugar, dejando atrás las usadas. Finalmente, con las bolsas llenas de mercancía y vestidos con ropa limpia, sin haber necesitado recurrir a la violencia física, el grupo salió de la casa de comercio, listos para la siguiente fase de su plan: la huida.
La huida y los testigos
La fuga fue tan audaz como el robo. La banda, sabía que debía moverse rápidamente para evitar ser capturada. Los ladrones montaron sus caballos y se adentraron en la noche, dirigiéndose hacia lugares seguros.
A medida que la banda se alejaba, varios testigos los vieron. Uno de los primeros en avistar a los delincuentes fue Domingo Paillao. Días antes del asalto, él y su esposa habían notado la presencia de dos hombres sospechosos merodeando cerca de su propiedad. Uno de los hombres era rubio y alto, el otro más bajo y robusto. Esta descripción coincidía con la apariencia del «Rubio» y uno de sus cómplices, lo que les hizo sospechar que algo inusual estaba por ocurrir.
Pablo Huaychiqueo, un vecino de la zona, también tuvo un encuentro con los bandidos. Durante la noche del asalto, escuchó ruidos extraños cerca de su establo. Al salir para investigar, vio a los dos hombres que coincidían con las descripciones proporcionadas por Domingo Paillao. Huaychiqueo no solo fue testigo del movimiento sospechoso sino que, para su desgracia, más tarde descubrió que le habían robado un caballo. Este robo se sumó a la larga lista de delitos de la banda y sirvió como una pieza clave de evidencia en su contra.
El testimonio más importante vino de Crisanto Rodríguez, uno de los miembros de la banda, quien, tras ser capturado más adelante, confesó detalladamente el plan y la ejecución del robo, implicando directamente al «Rubio». «Vamos a galopar porque aquél nos va a arruinar», recordó que dijo el «Rubio» en un momento de la huida, al percibir que un testigo podía delatarlos.
Otros testigos importantes fueron Juan Melillán y Pedro Melillán, quienes también reconocieron a los asaltantes. Juan Melillán recordó que dos desconocidos, uno rubio y otro bajo, llegaron a su casa el día del robo, y más tarde pudo identificarlos a través de fotografías que le presentaron, lo que ayudó a la policía a vincular a los asaltantes con los hechos. Pedro Melillán, por su parte, corroboró la historia de su hermano y también reconoció a los ladrones por las descripciones y los efectos personales que dejaron atrás.
El segundo golpe y la persecución
La banda volvió a la carga el 25 de julio de 1932. Esta vez, su objetivo fue la casa de comercio de Pedro Brussain, que estaba ubicada en la región de El Cuy. Esta área fue escenario de varios eventos importantes relacionados con los asaltos perpetrados por la banda del «Rubio» y sus compañeros.
Armados con winchesters y revólveres, los bandidos planificaron cuidadosamente su entrada y ataque. Al caer la noche, el «Rubio» y su banda se acercaron sigilosamente al comercio. Desde un jardín cercano, observaron el movimiento dentro de la casa, esperando el momento oportuno para actuar. Cuando todo estuvo en calma, el «Rubio» avanzó primero, asegurándose de que la entrada estuviera despejada. Rompió un vidrio de la ventana, lo que les permitió ingresar sin ser detectados inicialmente.
Una vez dentro, se encontraron con Brussain y su familia. Los delincuentes rápidamente los sometieron, asegurándose de que no pudieran resistirse ni dar la alarma. El ‘Rubio’, demostrando su frialdad y control, les exigió que entregaran el dinero, prometiéndoles que no les haría daño si cooperaban.
Durante tres largas horas, la banda buscó meticulosamente dinero y objetos de valor. Registraron cada rincón del comercio y de la vivienda, mientras mantenían a la familia bajo vigilancia constante. A pesar de la tensa situación, la banda se movía con una precisión que demostraba su experiencia en este tipo de operaciones.
El robo llegó a su fin cuando encontraron lo más jugoso del botín: una considerable cantidad de dinero, alhajas y varias armas. Satisfechos con su saqueo, pero conscientes de la necesidad de escapar rápidamente, los ladrones cargaron todo en bolsas y se prepararon para la huida.
Antes de abandonar la casa, los bandidos tomaron precauciones adicionales para asegurarse de que los Brussain no pudiera alertar a las autoridades de inmediato. Ataron y amordazaron a los miembros de la familia, dejándolos en una habitación trasera. Además, desconectaron las líneas telefónicas y bloquearon las puertas, creando una barrera temporal que les daría tiempo suficiente para escapar.
En su huida, la banda necesitaba medios de transporte rápidos y confiables. Sabían que la policía sería alertada pronto, así que no podían perder tiempo. En el camino, robaron dos caballos de la propiedad de Camilo Canú, otro vecino de la zona. Los caballos eran robustos y bien entrenados, perfectos para la rápida fuga que necesitaban realizar.
El ruido de los cascos resonó en la noche mientras la banda se dirigía hacia la lejana margen del Río Negro. Sin embargo, su audaz escape no pasó desapercibido. A pesar de sus esfuerzos para retrasar cualquier persecución, los vecinos y otras personas que se percataron del asalto lograron dar aviso a la policía, quienes comenzaron una rápida movilización para interceptarlos.
Uno de los momentos más críticos de la persecución ocurrió cerca de Aguada Guzmán, donde la policía casi logra acorralar a los bandidos. En un enfrentamiento feroz, los fugitivos consiguieron escabullirse, aunque con pérdidas de caballos y provisiones, lo que hacía su situación cada vez más precaria.
Igualmente la banda llegó a la margen del Río Negro, donde se encontraron con un grupo de policías que los estaban esperando. Lo que siguió fue un intenso tiroteo. El «Rubio» y sus hombres, armados con sus winchesters y revólveres, se enfrentaron a la policía con una ferocidad desesperada. Los disparos resonaron en la noche, iluminando brevemente el área con los destellos de las armas de fuego.
Tras el tiroteo, la banda logró cruzar el río, pero la policía no estaba dispuesta a dejarlos escapar tan fácilmente. La persecución se convirtió en una cacería a gran escala que se extendió por varias provincias por varios días, involucrando a fuerzas de Río Negro, La Pampa, Neuquén, Mendoza y San Luis.
Los bandidos, astutos y bien entrenados, usaron todos los trucos a su disposición para evadir a sus perseguidores. Conocían el terreno como la palma de sus manos, lo que les permitía tomar rutas alternativas y utilizar escondites previamente preparados. En varias ocasiones, se separaron para confundir a las autoridades, solo para reunirse más adelante en puntos predeterminados.
Durante la persecución, la policía se encontró con varios obstáculos. Los bandidos habían dejado una serie de trampas y señuelos, incluyendo pistas falsas que desviaban a las fuerzas del orden en direcciones equivocadas. Además, contaban con la ayuda de algunos pobladores locales que, ya fuera por miedo o simpatía, les proporcionaban refugio y provisiones.
La persecución incluyó varias escaramuzas menores, donde la policía logró incautar parte del botín robado y arrestar a algunos cómplices menores de encubrimiento. Sin embargo, los principales miembros de la banda, incluyendo al «Rubio», continuaban evadiendo la captura.
A pesar de la intensa búsqueda y los numerosos enfrentamientos, la banda liderada por el «Rubio» demostraba ser una formidable adversaria. La astucia y el conocimiento del terreno del «Rubio», junto con la lealtad de su banda, les permitían mantenerse un paso adelante de las autoridades, prolongando la cacería y manteniendo en vilo a toda la región.
Captura y confesión de Bruno Braach
La cacería de la banda del «Rubio» finalmente empezó a dar frutos cuando las autoridades lograron capturar a Bruno Braach. Su captura fue un golpe fuerte para la banda y un punto de inflexión en la investigación de los asaltos que habían conmocionado a la región.
Bruno Braach fue detenido en la provincia de Mendoza, lejos de la escena de sus correrías en El Cuy. La policía de Mendoza, trabajando en colaboración con las fuerzas de seguridad de las otras provincias, había estado vigilando de cerca los movimientos sospechosos y realizando redadas en busca de los fugitivos. La operación que llevó a la captura de Braach fue el resultado de semanas de planificación y coordinación entre diferentes jurisdicciones.
El momento de su captura fue tenso y peligroso. Braach, consciente de que su captura era inminente, había estado moviéndose de un lugar a otro, tratando de evadir a las autoridades. Finalmente, fue localizado en una casa de campo donde se había estado escondiendo. Al ver que la policía lo tenía rodeado, Braach intentó escapar, pero fue rápidamente aprehendido después de un breve pero intenso enfrentamiento.
Una vez en custodia, Braach fue sometido a extensos interrogatorios. Inicialmente, intentó mantener su silencio, consciente de que cualquier confesión podría perjudicarlo aún más. Sin embargo, la presión constante y la acumulación de pruebas en su contra comenzaron a hacer mella en su resistencia.
Braach finalmente cedió y comenzó a hablar, ofreciendo una confesión detallada de su participación en los asaltos. Admitió haber sido parte del grupo que asaltó las casas de comercio de Antonio González Collazo y Pedro Brussain. Su relato fue minucioso, proporcionando información valiosa sobre cómo se habían planificado y ejecutado los robos.
En su confesión, Braach explicó cómo el «Rubio», a quien él se refería como «Muñoz», había sido el cerebro detrás de los robos. Describió al «Rubio» como un líder carismático y audaz, que había convencido a los demás de unirse a él en su vida de crimen. «Estaba cansado de una vida de trabajo improductivo entre los indios», declaró Braach, justificando su decisión de unirse a la banda.
Braach detalló cómo el «Rubio» había planeado los asaltos, desde la selección de los objetivos hasta la ejecución de los robos. Relató cómo se habían dividido las tareas: el «Rubio» y él mismo liderando el asalto, mientras que los otros miembros vigilaban y aseguraban la periferia. Su confesión también incluía descripciones de cómo habían silenciado a los perros guardianes, recogido el botín y planificado sus rutas de escape.
La confesión de Braach no solo implicaba al «Rubio», sino también a otros miembros de la banda, proporcionando nombres, descripciones y detalles de sus roles específicos en los asaltos. Esta información resultó vital para las autoridades, ya que les permitió comprender mejor la estructura y operación de la banda, proporcionando a la policía las pistas necesarias para seguir rastreando a los demás miembros. Además, su confesión fortaleció las pruebas en contra de los ya capturados y ayudó a esclarecer muchos de los eventos que habían ocurrido durante los asaltos.
La captura y confesión de Bruno Braach representaron un avance fundamental en la desarticulación de la banda del «Rubio», marcando el inicio del fin para uno de los grupos criminales más notorios de la región. Con Braach tras las rejas, las autoridades intensificaron sus esfuerzos para capturar al resto de sus miembros, especialmente al «Rubio», quien seguía siendo el fugitivo más buscado.
El juicio
El juicio de la banda del «Rubio» fue un evento que capturó la atención de toda la región. El proceso judicial se extendió durante varias semanas y estuvo marcado por testimonios detallados, confesiones impactantes y una meticulosa revisión de las pruebas presentadas.
El juez Jacinto R. Miranda presidió el juicio. A su lado, el secretario Luis J. Frías se encargaba de registrar cada detalle de las audiencias.
Uno de los momentos más esperados del juicio fue el testimonio de Bruno Braach. Su confesión, obtenida tras su captura en Mendoza, se convirtió en una pieza central del caso. Braach detalló su participación en los asaltos, describiendo cómo él y el «Rubio» habían planificado y ejecutado los robos. Reveló detalles sobre la distribución de las tareas dentro de la banda y cómo habían logrado evadir a la policía durante tanto tiempo.
Los hermanos Crisanto y Lorenzo Rodríguez también testificaron. Crisanto, en particular, proporcionó un relato minucioso de los eventos, corroborando muchas de las afirmaciones de Braach. Admitió haber participado en los robos, pero insistió en que había sido presionado por el «Rubio» y el resto de la banda. Lorenzo, por su parte, confirmó las declaraciones de su hermano y añadió detalles sobre las tácticas que usaron para evitar la captura.
Las víctimas, incluyendo a Antonio González Collazo y Pedro Brussain, ofrecieron testimonios conmovedores sobre el impacto que los robos habían tenido en sus vidas. Describieron las noches de los asaltos con vívidos detalles, hablando de la violencia y el miedo que experimentaron. Sus relatos conmovieron a muchos en la sala.
La fiscalía presentó una abrumadora cantidad de pruebas contra los acusados. Esto incluyó objetos robados que habían sido recuperados, fotografías que vinculaban a los bandidos con los crímenes, y los informes de las autopsias de los perros envenenados. También se presentaron mapas y diagramas que ilustraban las rutas de escape y los escondites utilizados por la banda.
Los testimonios de los testigos oculares, como Domingo Paillao y Pablo Huaychiqueo, reforzaron las pruebas físicas. Sus observaciones de los movimientos sospechosos y las descripciones precisas de los miembros de la banda ayudaron a pintar un cuadro claro de las actividades delictivas del «Rubio» y su grupo.
La defensa intentó argumentar que los acusados habían sido influenciados o coaccionados por el «Rubio», presentándolo como el cerebro detrás de los crímenes. Abogaron por penas más leves para aquellos que, según ellos, habían sido menos culpables o habían actuado bajo presión.
Abogados defensores presentaron testimonios de carácter, intentando demostrar que algunos de los acusados, eran en realidad personas de buen corazón que se habían visto arrastradas a esta vida de crimen por circunstancias fuera de su control. Se destacaron las condiciones de vida difíciles y la falta de oportunidades en la región como factores que podrían haber contribuido a sus decisiones.
Finalmente, después de semanas de testimonios y deliberaciones, el juez Miranda dictó sentencia. Bruno Braach fue condenado a nueve años de prisión por robo, hurtos reiterados, daño y atentado a la autoridad. Dionisio Casas y Crisanto Rodríguez recibieron tres años de prisión cada uno por robo. Celindo Rodríguez, Ramón Casas, Justo Martínez, Isabel Martínez y Juan Muñoz fueron sentenciados a seis meses de prisión por encubrimiento, aunque las penas para algunos de ellos fueron suspendidas debido a las circunstancias atenuantes presentadas durante el juicio.
Eusebia Martínez, una joven argentina de dieciocho años dedicada a tareas domésticas, fue también una de las personas acusadas de encubrimiento en los delitos de la banda. Aunque su rol parece haber sido menor, su juventud y la influencia de otros miembros de la banda fueron factores determinantes en su absolución durante el juicio
La condena de Braach y sus cómplices marcó el principio del fin para la banda del «Rubio», aunque el propio «Rubio» seguía prófugo, acrecentando su leyenda.
La caza del «Rubio»
La captura de Bruno Braach y la posterior confesión revelaron detalles vitales sobre la operación de la banda. ¿Y quién era “el Rubio”? Nada más, ni nada menos que el famoso bandido Juan Bautista Bairoletto. Con esta información, las autoridades intensificaron sus esfuerzos para capturar al legendario bandolero, cuya fama excedía los límites de la región.
La caza del Rubio se convirtió en una operación de alto perfil que involucró a las fuerzas policiales de varias provincias y territorios nacionales: Río Negro, La Pampa, Neuquén, Mendoza y San Luis. La coordinación entre estas fuerzas era indispensable para abarcar la vasta área donde se creía que Bairoletto podría estar escondiéndose.
Las autoridades emplearon una variedad de tácticas para atrapar al bandolero. Redadas y controles de caminos se volvieron comunes, mientras que los informantes fueron desplegados para obtener pistas sobre sus posibles escondites. Las patrullas se intensificaron en áreas rurales, donde se creía que podría estar recibiendo ayuda.
El uso de mapas detallados de la región ayudó a trazar posibles rutas de escape y escondites. Las autoridades también revisaron informes de avistamientos y escucharon rumores que circulaban entre la población local. Los testimonios de aquellos que conocían a Bairoletto, o habían tenido contacto con él, fueron esenciales para identificar patrones en sus movimientos.
Durante su búsqueda, en más de una ocasión, la policía logró rodear los posibles escondites, pero Bairoletto, demostrando su astucia y conocimiento del terreno, siempre encontraba una manera de escapar. Estos enfrentamientos a menudo resultaban en tiroteos, aunque sin capturas definitivas.
La relación de Bairoletto con la comunidad local era compleja. Algunas personas, ya fuera por miedo o admiración, le proporcionaban refugio y suministros. A medida que la caza se prolongaba, la presión aumentaba tanto para las autoridades como para Bairoletto. Las patrullas y redadas se volvieron más frecuentes y agresivas.
A pesar de estos esfuerzos, Bairoletto demostró ser un maestro del escape. Su conocimiento del terreno, combinado con su habilidad para moverse rápidamente y su red de apoyo local, le permitió evadir la captura durante gran tiempo. Se movía de un lugar a otro, nunca permaneciendo mucho tiempo en un solo sitio.
La caza del Rubio se convirtió en una de las operaciones policiales más extensas y complejas de la región. Los esfuerzos combinados de las autoridades eventualmente reducirían las opciones del bandolero, llevándolo cada vez más cerca de su inevitable desenlace.
Este relato, está basado en la lectura exhaustiva del expediente judicial
Rodrigo Tarruella (rodrigot71@yahoo.com.ar)
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