Ricardo A. Kleine Samson retrata y relata la vida de un criancero de chivitos del norte de Neuquén.
Don Hernandez es hijo natural de aquel Big-Bang que hace 15 mil millones de años le dio forma a este universo y en suerte le toco ser un viejo criandero trashumante del norte Neuquino. Pertenece a una estirpe de hombres que se han quedado a medio camino entre los cazadores recolectores y los civilizados sapiens modernos que han poblado la mayoría del planeta. Como sus primos, chimpancé, bonobos, gorilas y orangutanes, quedan muy pocos en el mundo. A diferencia de estos, aun resiste, sin tiempo, la gesta civilizadora de proyectos, ideas y esperanzas modernas.
Podemos decir de los Don Hernandez que es una persona vulgar, común y corriente, sin más brillo que su vida. Sin otro relato que la monotonía de sus días. Sin otra expectativas que la nieve, la planicie y su piño. Sin otro lujo que la belleza patagónica por la que además no paga nada y ha invadido sin permiso. Podemos asegurar que jamás compraría como recuerdo un ladrillo del muro de Berlin porque probablemente no sepa ni que existió ni que ya no. No le interesa ir al paraíso, porque vive en él y porque él lo es.
Tal vez sea inculto y no haya leído a Lacan ni Voltaire. Si hubiese leído a Hobbes se horrorizaría que haya popularizado la frase romana: “El hombre es un lobo para el hombre”, porque sus perros le han demostrado lo contrario de esta especie. No ha de saber de un átomo, ni de las mismas moléculas que forman su propio organismo. La regla de tres simple le importa tanto como la compuesta. Es definitivamente un haragán que no hace ningún esfuerzo por superarse ni cambiar su sociable comunidad en la que vive, como el sol y la nieve, en el atraso.
Por otro lado, no necesita cambiar de ideas como hoy lo deben hacer los cubanos sobrevivientes de la revolución castrista respecto del nuevo pacto entre Castro y Obama que ha transformado de un plumazo a la Cuba comunista en un país no tan “libre” como él. Don Hernandez no se baña con la asiduidad occidental. Ni lava sus camisas con blanqueador. Impulsado por su ADN le da más placer tener sexo que orar. Sus necesidades, aún sexuales, las hace donde salgan y con quien haiga. No conoce los profilácticos o “quizás me queden chicos”, alega. Se enteró hace poco que la Argentina fue campeón mundial de fútbol en el 78, pero ya era tarde para festejar. Los vaivenes de la política le son tan ajenos como él al ministro de Economía y no tiene hipotecas.
Para él, lo que pasó, pasó; y la ilusión de lo que podría haber pasado, también. Y hay más, mucho más, y tal vez sea cierto y Usted tenga razón en que no es un buen ejemplo para sus hijos y que sólo es un pintoresco personaje de una tradición que desaparecerá cuando el Donald Trump patagónico, previo certificado de impacto ambiental conformado por sus hechiceros abogados y las pertinentes autoridades, lleve el progreso a esas benditas tierras del Dios que le da pan a quien no tiene dientes sin ninguna prueba concreta que esas fantasías hagan a la gente tan dichosa como lo es Don Hernández.
El progreso, es progreso; la democracia, democracia y sólo se justifican a sí mismos sin pruebas reales y concretas que hagan más dichosa a la gente.
Pero, mientras tanto, Don Hernández, mi querido Don Hernández, es uno de estos curiosos personajes a quien jamás, en las veces que los he visto, lo he escuchado quejarse de absolutamente nada. “Es lo que quiero y me gusta”, declara, mientras monta ágil y elegante su caballo a los 65 años. Su casa, de piedra y madera, evoca los orígenes de nuestro linaje allá en la tierra prometida. Su hábitat, montañas, lagos y ríos, destruye cualquier mito del hacinamiento urbano. Su sencillez, da cuenta de sus pocas ambiciones.
Su necesidad de hablar y compartir, es su evidente empatía, base biológica de la moralidad animal. Su cordialidad es increíble y los caracteriza del resto de los mortales. Se enoja, como todos ellos, si no se comparte con ellos un chivito al asador al que invitan sin más vueltas en cualquier recodo de la montaña. La belleza del paisaje cordillerano ha de influir decidida y fuertemente en su cordial carácter. El manifiesto placer de su rugosa cara por la que ya ni los mosquitos se atreven es tan evidente como la cordillera del viento y el correr de sus ríos que se mueven con la misma fluida agilidad con la que el viejo cabalga la vida de cada uno de sus días.
Como canta Rosario Flores: “Poco y nada cuesta ser unos mas…”
Pero Don Hernández no puede no saber ni conocer los peligros de la cordillera. No es un ignorante. Aún a su edad es curioso y observador. Reconoce los olores, las brisas, el viento, la luna, la tierra y sus tentadoras hormonas. No cree en mí ni en los políticos. Hace su vida con independencia de la de Francisco o Putin. La AFIP no llega a sus tierras, su domicilio es desconocido. Es sociable y amigo de sus vecinos, a quienes visita cada vez.
No reconoce ideología ni se deja engañar por ninguna. Su biología, como al resto de animales, lo conecta a la realidad y su mente al responsable placer de una vida elegida entre millones de posibilidades de frustración y vanas esperanzas por las que jamás hubiese apostado ni al mas débil de sus chivitos. No es un genio, ni le interesa ser un caprichoso sabio. Desconoce la genética caprina u ovina para mejorar sus rebaños, lo que tiene le alcanza para él, su gente y sus perros.
No se enferman, no se quiebran. Son dichosos. Y lo más importante de los trashumantes del norte neuquino (Varvarco, Las ovejas, Andacollo, Caepe Malal, Ailincó, Atreuco, Manzano Amargo, Tricao Malal, Huinganco, Aguas Calientes, Bella Vista) es, además de su envidiada dicha, que hacen, con evidente gusto lo que les gusta sin peligro para nadie. Satisfechos y responsables ¿Qué más se puede desear?
Si Castro ni el Che, Jesús, Mahoma, Evita, Einstein, Francisco, Macri, Cristina y tantos más no pudieron con el hambre, la guerra, la enfermedad, el hacinamiento urbano o la miseria ¿Por qué le íbamos a reclamar un esfuerzo a Don Hernández?
Y entonces, ¿quién está equivocado?
Ricardo A. Kleine Samson –