Fue a fines de mayo de 1922.
El invierno se presentaba bravo. Las montañas, cubiertas de nieve desde fines de abril, eran una amenaza si mayo venía lluvioso. Y así sucedió.
Con sólo horas de intermitencia, iban transcurridos quince días de lluvia torrencial. El campo, saturado de agua, “ya no tragaba más”, y toda la que seguía cayendo y la proveniente de la nieve que se licuaba iba a engrosar el caudal de los arrojos y ríos comarcanos, provocando su desborde. Hasta los zanjones bajaban rugiendo.
El temporal había interrumpido las faenas en la estancia, limitándose los peones de campo a recorrer los potreros a fin de retirar el ganado de los sitios peligrosos. Y este mismo trabajo se hacía entrada ya la mañana, dando tiempo a que la hacienda se hubiera extendido en el pastoreo.
Como siempre, aquel día, luego de levantarnos, nos encaminábamos a la cocina de peones a tomar los mates de nuestro desayuno cotidiano. Saliónos al encuentro el capataz y nos dijo: — Patrón, ha llegado un desconocido y pide permiso para bandear el arroyo por alguno de los pasos del interior del campo. Le he dicho que el arroyo ha perdido paso en todas partes, pero el hombre porfía por cruzar.
Llegámonos a la cocina, donde la peonada “yerbeaba”. Dimos los buenos días, y dirigiéndonos al forastero, le preguntamos: — ¿Tiene usted mucha urgencia en seguir viaje?. El hombre se levantó, contestándonos algo cohibido:
—Sí, señor.
De mediana estatura, trigueño, mirada expresiva, con ropa de campo en buen uso, era una de esas tantas figuras simpáticas que abundan en nuestra campaña. Una cicatriz fresca en la sien izquierda le asomaba bajo el ala del chambergo. Había dejado el poncho y el rebenque sobre un banco, y a pesar de la holgura de la blusa el mango del cuchillo se insinuaba en la cintura.
Le llamamos aparte y le interrogamos con la autoridad que nos da a los patrones fronterizos el tutelaje consentido que ejercemos sobre todos los trabajadores del campo.
El hombre venía “del sur”, de ese vago sur patagónico que lo mismo puede ser la costa del río Limay como las lejanías del Deseado. Iba hacia Chile. Traía veintidós días de marcha. Salió con once caballos y sólo le quedaban dos. Los otros habían muerto en la huella, o quedado por ahí, a lo largo del extenso recorrido, extenuados por la marcha rápida y sostenida del gaucho. Quería, a cualquier costa, vadear el Kilca —“Aunque más no fuera que bandear el arroyo”, — díjonos como implorando.
Mientras nos iba dando esos datos imprecisos, le observábamos. Nos dimos cuenta que el hombre “venía mal”, seguramente a raíz de “una de a pie”. Cuando terminó de hablar, le preguntamos, buscando la confirmación de nuestras sospechas:
—¿Y esa cicatriz, peleando?
—Sí, señor, fierro a fierro. Han de venir siguiéndome, y si consigo pasar el arroyo amanezco en Chile.
No inquirimos más. Ni siquiera le preguntamos cómo se llamaba. La vida del desierto tiene su ética, que tal vez parecerá malsana al hombre de las ciudades, pero no así a los que vivimos librados a nuestras propias fuerzas, expuestos a las mil contingencias del acaso en el desamparo de estas inmensas soledades. Para la moral del criollaje fronterizo no es un delincuente el hombre que dirime un agravio mano a mano. No todos le aplauden, pero no habrá quien le denuncie y menos quien le persiga.
Volvimos con el forastero a la cocina, y ordenamos a uno de los peones que trajera al Patricio. Cuando nombramos a este caballo, el hombre nos miró sorprendido. —¿Conoces a ese caballo? — le preguntamos.
—De nombre, señor. Es muy famoso en el sur.
—Te lo voy a prestar para que pases el arroyo, pues no podrías hacerlo en los tuyos. Te ahogarías. El Patricio es el único caballo capaz de cruzar hoy el Kilca. Cuando hayas pasado, le sacas el freno y lo largas. El volverá solo. Te voy a dar un papelito para un puestero que vive sobre la huella, de aquí dos leguas. Allégate al rancho para que abran la tranquera, y puedes pedirle carne, o alojamiento si quieres pasar la noche allí. Si algún repuntador te encuentra antes de llegar a esa población y te para, muéstrale el papel.
Estábamos escribiendo en una hoja de nuestra libreta cuando llegaron con el caballo. El gaucho lo miró con atención. Lo palmeamos en la tabla del pescuezo, y el soberbio pingo nos olfateó, reconociéndonos. Era un caballo extraordinario, lo mejor que hasta entonces habíamos criado, nieto de Neápolis, el prolífico semental del Haras “Las Ortigas”, y de una mansedumbre como no vimos jamás en caballo alguno. Alazán, de gran alzada, musculoso, de recio esqueleto, era velocísimo y de un corazón de león.
—¿Te gusta? — le preguntamos sonriéndonos.
—¡Lindo flete, señor, y que Dios se lo conserve y se lo deje gozar! — respondiónos mientras se levantaba.
Le invitamos a tomarlo. Así lo hizo y fuése con él al palenque, donde había dejado sus dos caballos, visiblemente trasijados.
En tanto el forastero ensillaba, en la cocina los peones hacían sus comentarios. Uno se aventuró a observar: — “¡Vaya que este loco, una vez que esté al otro lado le pegue, no más, en el Patricio!”
—No, hijo, — le respondimos. — Ese hombre no me llevará el caballo. Ya lo verás.
—Sin embargo, patrón — adujo el capataz — es una corajiada la que usted hace. ¡Mire que es mucha tentación! El hombre sabe lo que va a montar.
—Pues por eso mismo, — respondímosle.
El forastero había terminado de ensillar y volvía al fogón. Parecía tranquilo.
Unos minutos después, provistos de lazos para auxiliar al fugitivo en caso necesario, todos estábamos en la orilla del Kilca. El arroyo iba de banda a banda, “jeteando”, convertido en formidable torrente. Impresionaba la vista de aquella enorme masa líquida precipitándose cuesta abajo, turbia y bramadora. El gaucho miraba como indeciso la impetuosa corriente. Pero sólo fue un instante lo que duró esa impresión de temor, o sorpresa. Echó por delante sus dos caballos, animándolos. A pocos pasos de la orilla fueron arrebatados por el torbellino de las aguas. Surgieron maltrechos, a duras penas, como a cien metros aguas abajo. Era indudable que ninguno de ellos hubiera podido hacerlo ni con el solo recado a cuestas.
Cuando vio pisar tierra a sus caballos, el hombre se desmontó. Pausadamente comenzó a aligerarse de ropa, colocando ésta a la grupa del apero. El pañuelo del cuello se lo puso de vincha, guardando en él unos papeles, el dinero y los fósforos. Ató el poncho en los tientos delanteros, formando con él cómoda “gurupa”. Listo ya, se aproximó a donde nosotros estábamos, sombrero en mano. La emoción le turbaba. Con los ojos húmedos, nos tendió la mano y sólo pudo articular estas palabras:
—Usted sirve a un criollo, señor.
—Así lo creo, — le respondimos. — Que Dios te ayude.
Volvióse el hombre, pasóse el dorso de la mano por los ojos, y montó.
—Dejalo nadar a voluntad y hablalo, — le gritamos en el momento en que se lanzaba a la corriente, arrollado sobre la cruz del caballo, puesta ya toda su alma en el nuevo peligro que iba a afrontar (1). No nos respondió. Todos quedamos callados, pendientes del hermoso cuadro de color y de fuerza que se desarrollaba a nuestra vista.
Las aguas, al chocar sobre el pescuezo del caballo, saltaron espumosas como en una rompiente, y apenas si percibíamos entre el fragor del torrente el vigoroso resoplar del Patricio. Al llegar al lomo de la corriente, el caballo se balanceó, repelido por la violencia del choque de la arrolladora masa líquida. Sesgó aguas abajo, y se tendió en un supremo esfuerzo, los dientes apretados, las orejas erectas, dilatados los ollares en toda su amplitud.
Hubo un movimiento de alarma entre nuestros hombres, y algunos, rápidamente, armaron los lazos y galoparon por la ribera hasta enfrentar al forastero. Nosotros no perdíamos detalle. Todo lo esperábamos del corazón y poderosos músculos de nuestro caballo, como que con él habíamos afrontado duros lances en la cordillera nevada y sabíamos de lo que era capaz. Pero llegó un momento en que perdimos la serenidad ante la inminencia de una desgracia. Fue cuando en el centro del cauce, el agua, al chocar sobre el pescuezo del caballo, saltó por encima de él, cubriéndolo totalmente. Temimos que le hubiera penetrado en las orejas, y entonces cabalgadura y jinete estaban perdidos. Pero no. Se vio al valiente bruto empeñarse a fondo en su lucha con la corriente. Levantó enérgicamente la cabeza, y en unas cuantas remadas más salvó el sitio peligroso. Segundos después hacía pie en la orilla opuesta, y el forastero se desmontaba chorreando agua. El caballo se sacudió con fuerza, y divisando hacia la estancia, relinchó. Nuestros hombres lo aplaudieron ruidosa y pintorescamente, y comentando el lance vinieron hacia donde estábamos. El forastero, a paso lento, traía al Patricio del cabestro, aguas arriba, por entre los árboles de la costa. Llegó frente a nosotros, y con visible esmero, casi acariciándolo, comenzó a desensillar el caballo. Al sacarle el bozal para largarlo, afirmó su cara en las carretillas del animal, y lo palmeó. Algo nos gritó, pero el fragor de las aguas y la distancia no nos permitió oír lo que nos decía. Tal vez fue un elogio para el caballo, o una última palabra de agradecimiento.
El Patricio entró tranquilamente al agua, olfateándola, y se lanzó confiado a la corriente. Suelto, aquello era un juguete para él. Salió del arroyo trotando, y con el hocico pegado al suelo buscó un lugar arenoso y se revolcó. Levantóse bruscamente luego, y comenzó a retozar en torno nuestro, dando cortos gritos de gozo. ¡Quién sabe si no sentía la nueva hazaña que acababa de realizar!
Entretanto, el fugitivo iba en busca de sus caballos que pastaban de allí cerca. Nos despedimos de él a gritos y por señas.
Nunca supimos más de su suerte, ni quién era.
Félix San Martín
(1) Los gauchos del litoral vadean los ríos tomados de la cola o de la tusa de sus caballos. Los de estas regiones lo hacen sin desmontarse, generalmente sin freno y manejando al caballo con el bozal.
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
Extraído del libro “Entre mate y mate“, de Félix San Martín
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