Esto pasó en el último otoño, en los días en que la montaña desnúdase de selva para ostentar la agreste riscalería de sus faldas; cuando los ñires camuflan el paisaje: del verde al pardo, pasando por el rojo, anaranjado y amarillo; cuando el suelo se cubre de blancos pétalos bajo el peristilo de los arrayanes y de púrpura en las vertientes donde florece el chilco; cuando las abras se tiñen de violeta y las cumbres se doran al atardecer; cuando son comunes los días apacibles y el sol entibia el aire diáfano y la naturaleza, en todos sus aspectos, seduce proclamando paz y amor.
En uno de los días de ese otoño, el 13 de mayo, asomóse el viento “puelche” y tendió sus hopalandas sobre la extensión lacustre y las cumbres crestadas del Catedral y el Ventana: dos cerros separados por el lago Gutiérrez. Cargado con las nieblas del Atlántico, se propuso envolver con negras sombras el lugar donde estuvo el Paraíso y arrastró en su furor de Leviatán rugiente, las alas de un avión que buscaba su puerto a la deriva.
¡Y sucedió la espantosa, la inenarrable tragedia!…
¿Sabían viento y peñasco la carga de amor y de esperanza que transportaba el Viking mientras volaba sin rumbo hacia la muerte?…
“Mujeres jóvenes, santificadas por el amor, llenas de ilusiones, ansiosas de futuro; hombres fuertes, seguros de sí mismos, confiados en el mañana hacia el cual avanzaban optimistas; gente animosa, con todo por hacer ante sí, como si la propia historia comenzase, hallaron la muerte viajando hacia la vida”.
Estas líneas fueron parte del triste comentario que hizo el redactor del “Boletín de la Patagonia”, a lo que nada agregaremos porque no es bueno comentar tragedias y no es posible castigar el crimen de la montaña.
No fue el primero, ni tampoco será el último. Dos años antes, casi en el mismo lugar, se vio caer otro avión. Había sido ardua su lucha contra la fuerza misteriosa desencadenada en las cumbres.
Sin remontarnos muy lejos en el tiempo, viene también a la memoria el trágico fin del alpinista que pagó con su vida el tributo que exigía el Fitz Roy (Chaltén) para lograr su escalamiento.
El arúspice de los remotos tiempos de la Neuquenia bárbara, ya lo dice por boca del aborigen de hoy y éste lo transmitirá a las generaciones que se sucedan hasta que no quede ni vestigio de indio.
Según creencia vernácula, el crimen lo cometen los “espíritus de la montaña” corporizados en los Cura Huitranche, que son las piedras o riscos que se ven “parados” en los filos de las cumbres y laderas.
He aquí cómo se originó el mito que se remonta a los tiempos del diluvio, según lo concibieron los antiguos mapuches:
Cay Cay era una serpiente gigante del mar y de los lagos, enemiga del género humano y de todos los seres de la tierra, pero amiga de los espíritus del aire, de los que Pillán era amo.
Tenía como rival a otra serpiente llamada Treng Treng, amiga de los hombres y los animales de la tierra, que habitaba en una cueva del cerro más alto de la región.
La serpiente Cay Cay tenía un hijo, tan malvado como ella, que se llamaba Trauco, el que raptó a una joven y la llevó a orillas del mar, contra su voluntad. Allí, ayudado por su madre, y los malos espíritus que moraban en los acantilados, tuvo en ella una hija que recibió por nombre Antu Lahuén (remedio del sol).
Cuando ésta llegó a la nubilidad, quiso Cay Cay, su abuela, que casara con Pillán. Como éste era muy viejo, Antu Lahuén se resistió y huyó a la montaña para buscar la protección de Treng Treng, la buena serpiente defensora del mundo terrestre.
Tanto clamó y lloró, que aquélla se conmovió y la llevó para ocultarla en su cueva de la montaña, que, en la región donde estuvo el Paraíso, es el cerro Millaqueo, situado al norte del brazo Blest del Nahuel Huapi.
Cuando Cay Cay lo supo, fuése a buscar a la doncella y se abalanzó sobre Treng Treng, que la protegía, y la obligó a una lucha furibunda. Durante la misma, mientras Cay Cay hacía subir las aguas con sus coletazos, Treng Treng hacía subir los cerros y particularmente el de su nombre, hinchando su cuerpo en continuado esfuerzo. Al mismo tiempo ordenaba a los mapuches que ascendieran a lo más alto de su cumbre para no perecer ahogados, pues las aguas que Cay Cay levantaba, habían inundado ya los valles e iban invadiendo las laderas. De los animales no se preocupó porque por instinto se adelantaron a subir.
Como los hombres y mujeres eran muchos, llegó un momento en que no cupieron en la cumbre, entonces Treng Treng para perpetuar el género humano, fue transformando a los remisos en peces y en rocas. Los peces-hombres procrearon después con las mujeres que acudían a los lagos a bañarse y su descendencia es parte del mundo mapuche. Las rocas, que antes fueron hombres, quedaron en pie como vigías y son las que los indios llaman Cura huitranche, o simplemente huitral cura.
La inundación continuó por varias “lunas” porque Cay Cay pidió a Pillán y demás espíritus del aire, que hicieran diluviar sobre la tierra.
Viendo el peligro, Treng Treng hizo un supremo esfuerzo que hubiera sido el último si fracasaba e hinchó el cerro de tal modo, que su cumbre llegó cerca del sol. El calor de este astro empezó a quemar la piel de los mortales; entonces Nguenechén, dios de los mapuches, que no quería que sus hijos se acabaran, hizo caer unas escorias en forma de tejas, con las que se cubrieron las cabezas y pudieron resistir hasta que Treng Treng, la serpiente buena, logró desprender un risco enorme que, al rodar, aplastó a Cay Cay. Con la muerte de ésta terminó la inundación y de nuevo salió el sol para secar el mundo.
Los hombres transformados en riscos quedaron en la montaña para impedir que los extraños logren escalarlas y turben el lugar sagrado de las cumbres. Son también los que producen los derrumbamientos de los cerros, los que desprenden los aludes, los que llaman a las tempestades que suelen matar a los huincas conjuntamente con sus haciendas. Ellos fueron los que hicieron morir al alpinista del Fitz Roy, a todos los que han sucumbido al escalar las altas cumbres y ellos los que hicieron desviar el rumbo del avión hacia los riscos del Ventana, contra los cuales chocó.
Solamente los mapuches conocen estas cosas, porque ellos saben respetar la tradición de sus mayores. Y por eso jamás se verá a un indio hacer andinismo ni acompañar a los que practican dicho deporte.
Saint Loup, en un capítulo que ha titulado “El indio convertido en dolomita”, de su precioso libro Montañas del Pacifico, relata el caso de un indio, peón de dos alemanes: Rudolf y Werner, que en vísperas de escalar el Payne, uno de los más abruptos cerros de los andes patagónicos, se negó a servirles invocando las razones antedichas. Preferimos transcribir los párrafos pertinentes:
“. . . Don Julio se queda en el campamento. Se rasca la cabeza con embarazo, aparta una brasa con la bota. Luego se decide y dice:
“- Señor, el peón no quiere llevar la mochila hasta la torre!
“Werner se endereza sorprendido.
“- ¡Pero si le pagamos para llevarla! Debe acompañarnos por lo menos hasta el hielo. ¿Qué sucede?
“Don Julio sonríe.
“- Me ha dicho esta noche que no quería ayudarles a clavar clavos en la montaña.
“- Pero no pedimos que participe en la escalada. ¡Naturalmente!
“El indio está agazapado sobre una roca, destacándose apenas sobre el fondo de la noche, fuera del círculo rojo trazado por la hoguera del vivaque.
“- Dice que el Paine es una montaña Treng Treng y que las torres son los cuerpos de sus antepasados. Dice también que si Uds. clavan clavos en el cuerpo de sus antepasados, los guerreros se despertarán, sacudirán sus hombros y ustedes serán precipitados en el Huelchen Malhue, (el país del cual no se regresa). En fin, muchas tonterías… El peón dice, además, que no quiere cobrar el jornal, pero que no saldrá del campamento”.
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En el norte del Neuquén los Cura Huitranche provocaron el derrumbe de un cerro que sepultó a una pareja de recién casados y a los animales que arreaban a la veranada. Fue en uno de los valles de la cordillera del Palao. Un sismo obstruyó el cañadón que era cauce de un arroyo y dio origen a la laguna que hoy todavía se llama del Turbio, debido a que los escombros enturbiaron las aguas claras del arroyo que vio interrumpido su destino.
Lo mismo sucedió en el paraje llamado “Los Tres Chorros”, donde una familia de seis miembros quedó sepultada por un derrumbe análogo. Y se hubiese repetido en Pilo Lil si la Luna, madre del Aluminé, no lo hubiera detenido con la magia ultravioleta de sus rayos.
Los crímenes de la montaña no han sufrido todavía su castigo. A veces el hombre se introduce en ella horadando sus entrañas para buscar el oro y el carbón, pero las vetas de oro se interrumpen y los gases del carbón se inflaman produciendo más víctimas que los Cura Huitranche. Tal ha sucedido en Andacollo con la veta de la antigua mina Julia y en Taquimillán con el incendio de la Cimita. Pero en estos casos fueron otros los actores. Fueron los tinguiriricas, para vengarse de los malos pillanes que moran en lo profundo de los cerros y los calcas o brujos, que aún muertos, prosiguen allí los maleficios que tanto daño les hicieron cuando vivieron en la Mapa.
¿Dejarán algún día, los monstruos de la montaña de imitar a ciertos hombres?…
Gregorio Álvarez
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Extraído de Donde estuvo el paraíso (1969) de Gregorio Álvarez
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