Echando una mirada a las tasas de mortalidad, las provisiones alimenticias y las condiciones edilicias de la cárcel de Neuquén durante los primeros treinta años del siglo XX, si alguna palabra puede caracterizar los primeros años de la cárcel neuquina, esa palabra es precariedad. En 1904 el traslado de la capital provincial hacia el recién fundado poblado de Neuquén implicó también mudar la cárcel, el juzgado federal, la jefatura de policía y la gobernación. La marcha de los presos desde la anterior capital del territorio, Chos Malal, resultó un penoso viaje de once días en carro por un desértico camino del territorio, que nos da una primera muestra de la precariedad material propia del período. Al llegar los internos a la nueva capital, se levantó en Neuquén una construcción provisoria de dos pabellones, con algunos cuartos anexos, que funcionó desde octubre de 1904 hasta julio de 1911. El proyecto aprobado por el Ministerio de Interior constaba de cinco pabellones celulares como oficinas de dirección y juzgados letrados. Para 1909, menos de la mitad de los espacios proyectados estaban terminados. La construcción del edificio definitivo no estuvo distanciada de los conflictos entre los agentes estatales que administraban unos recursos siempre escasos y tardíos y las redes comerciales locales que debían abastecerlos. Las relaciones entre proveedores, autoridades penitenciarias y la burocracia de la Gobernación permanecían en un área gris en la que se podían detectar favores personales y precariedad administrativa.
En 1909 asumió como director de la cárcel Rafael Castilla, una figura de importancia fundamental tanto en la vida de la institución como en el cruce con la sociedad civil de Neuquén. Para la historia penitenciaria, la administración de Castilla ha quedado cristalizada como la de un “padre fundador” del establecimiento. Hasta su muerte, en 1936, Castilla permaneció como director de la unidad penal, lo que no le impidió realizar ocasionales incursiones en la política local. Fue miembro del Concejo Deliberante de la ciudad y del Club de Ajedrez, la Asociación Patriótica de Tiro, la Sociedad del Patronato de Excarcelados, a la vez que fue organizador de la banda de música de la cárcel. Castilla fue un personaje importante en la sociedad local y sus redes de poder, y eso tuvo correlato en su gestión, la más prolongada en la historia temprana de la cárcel. Las vinculaciones de la dirección con la pequeña elite local no estuvieron libres de denuncias acerca de colusiones y actos de corrupción. Sabemos, por caso, que en 1908 el almacenero Manuel Linares, una figura de central importancia en la política local, le inicia acciones legales en la justicia letrada al Director de la cárcel Juan Manuel Pérez. Según el denunciante, el Director tendría un arreglo de hecho con otro comerciante de la ciudad, quien monopolizaba la provisión de la cárcel. Expresa el querellante que es “es público y notorio en esta capital de que el almacenero Sr. Taillefer entra todos los días al establecimiento para vender sus artículos a precios exagerados”
El edificio tuvo desde su inicio señales inequívocas de pobreza material. Por ejemplo, “carecía de alambrado o muro que la rodeara, razón por la cual, traspuesto dicho portón y andados los primeros seiscientos o setecientos metros, ya se estaba en los lindes mismos del poblado”. Esta era una muestra clara y acabada de una situación material muy delicada para los detenidos y el personal de la cárcel. En 1923, el inspector de cárceles nacionales Juan José O’Connor, tenía una visión muy desalentadora sobre la situación del penal de Neuquén. Ese año descubrió que el armamento era tan malo que no podía garantizarse que funcionase. En el resto de las unidades patagónicas el panorama no era mejor. La Memoria del Gobernador de 1920 manifestó que en la cárcel “no hay munición y la poca que existe es inservible, ropa y calzado no existe más que la que tienen puesta; no hay colchones, ni tarimas”. A eso sumémosle las notorias deficiencias en la formación del personal penitenciario y su desconocimiento o escaso apego a la doctrina criminológica. En ese sentido, en 1918, una investigación sobre la cárcel consideraba que,
“en el destacamento de la Guardia de la Cárcel no existe la disciplina y organización requeridas para las delicadas funciones de vigilancia que debe ejercer y que este hecho debe atribuirse al Jefe del Destacamento don Domingo Oviedo que, con su conducta ha contribuido a la desmoralización […] por cuanto algunas clases e individuos de tropas se han negado a tomar servicio so pretexto de que el Jefe del Destacamento Sr. Oviedo había sido injustamente suspendido, procedimiento inadecuado e inaceptable, aun en el caso de ser exacta esa afirmación, y máxime cuando se ha demostrado en esta investigación la conducta irregular del mencionado Jefe del Destacamento”.
La precariedad material y humana presente en la cárcel neuquina llevaba a pensar que podía ser víctima fácil de un ataque externo. Las chances de que se produjera un masivo asalto a la cárcel por parte de bandoleros, existía, al menos en la imaginación del director Castilla, todavía en 1920. Ante el rumor de un próximo intento de evasión, se tomaron una serie de precauciones
- “por si acaso hubiera algo de cierto, desde el momento que la Cordillera está plagada de bandidos y el aliciente de saquear al Banco y al comercio pudiera dar cabida a esta idea, máxime si se tiene en cuenta que sólo existen auxilios a quinientos kilómetros de esta capital, por cuanto este Territorio no cuenta con guarnición capaz de impedir y proteger eficazmente un hecho de esta naturaleza. Así lo tenemos con lo ocurrido el 23 de mayo de 1916 y esto sin ataque de afuera”.
Según el director de la cárcel, hubo un plan de sublevación que contó con la complicidad del maestro de la escuela de adultos y del cónsul chileno en Neuquén. Denunció que “hordas de bandoleros” chilenos atacarían al juez, al gobernador y a la policía. Según testimonios presentes en los expedientes, algunos presos acusaban al director de tratar mal a los chilenos, razón por la cual habrían recurrido a la ayuda del cónsul.
“Lo ocurrido el 23 de mayo de 1916”, se refiere a una fuga masiva a la que le siguió la posterior recaptura y el fusilamiento de ocho internos en la pampa de Zainuco, cercana a Zapala. La gran cantidad de internos que se escaparon, la facilidad con que llevaron a la práctica el intento, las repercusiones nacionales que tuvo el suceso de Zainuco y la resonancia política de esos acontecimientos, han generado la convicción de ser un hito fundamental en la historia de la cárcel de Neuquén. Sin embargo, entendemos que no puede explicarse esa fuga como una ruptura en la historia de la cárcel dado que el Archivo de la Justicia Letrada del Territorio de Neuquén muestra que la fuga de la prisión era un suceso bastante común. Así, la Memoria del Ministerio de Justicia de la Nación en 1920 daba cuenta de que evitar las fugas era una “lucha diaria”. La Memoria justificaba la ampliación del personal penitenciario debido a los numerosos conflictos que se sucedían en Neuquén.
- “Los hechos luctuosos experimentados en carne propia, padecidos en este establecimiento, la convivencia de elementos peligrosos recluidos en esta cárcel con bandoleros cordilleranos, su fácil paso a la República de Chile, nos pone en la obligación de penetrarnos de este servicio ya que su importancia va más allá del establecimiento para ser la tranquilidad de todo el pueblo”
Podemos pensar que la evasión se insertaba como una posibilidad tanto en un marco edilicio que facilitaba las cosas para quien quisiera huir como en un contexto institucional que ofrecía condiciones precarias de vida a internos y guardiacárceles. El diario Neuquén, de Abel Chaneton, así lo daba a entender en 1916, en los días de Zainuco:
- “La evasión de los presos no es voluntaria, es decir no es la consecuencia de un acto deliberado, sino de un acto primo provocado por la fuerza, por la necesidad y quién sabe si no hasta por el hambre”
Si las condiciones de vida dentro de la cárcel eran pobres no menos pobres eran sus pobladores. Los sectores populares neuquinos fueron quienes inundaron la unidad penitenciaria con asiento en la capital, así como en las distintas dependencias policiales desparramadas por el territorio. Hay claras similitudes entre las particularidades de la población carcelaria y la población general del Territorio: el carácter analfabeto, chileno, soltero y joven del “encarcelado tipo” que no se diferencia demasiado del que podamos encontrar en el “poblador tipo”. Un cuadro confeccionado en 1916 por la Gobernación de Neuquén ilustra acerca de la población carcelaria, sus orígenes sociales y nacionales.
Las personas que desarrollaban tareas del mundo rural sumaban 75% del total. En los primeros tres censos donde se incluye el Territorio del Neuquén, el porcentaje de la población afincada en el campo suma 93%, 84% y 74%.
El discurso criminológico positivista que promovía la resocialización por vía del trabajo, así como la separación entre encausados y condenados, chocaba con la realidad presupuestaria. Además de dos pabellones, en la cárcel de Neuquén sólo funcionaba un pequeño taller de carpintería, así como una escuela y la tradicional banda de música compuesta por los penados. Las declamaciones acerca de la redención laboral sólo quedaron en enunciados ante la ausencia de infraestructura y personal idóneo. Sólo ocasionalmente se postulaban proyectos de reeducación, que mal ocultaban un mero intento de reducir los costos laborales de la obra pública, por ejemplo, el proyecto de construcción de una nueva Casa de Gobierno con el trabajo de los presos de la cárcel local.
Si en el marco nacional la disputa más fuerte se daba entre el proyecto de prisión – fábrica de los penitenciaristas y la prisión – laboratorio de los criminólogos positivistas, las primeras décadas de la cárcel de Neuquén muestran, lisa y llana-mente, la inviabilidad material de cualquiera de las dos opciones. Claro que la historia de la cárcel de Neuquén no es muy distinta de la que tienen otras prisiones del interior argentino. En este sentido, puede resultar útil una comparación con la cárcel de Ushuaia, mucho más aventajada en la asignación de bienes materiales por parte del Estado nacional. Construida en 1902, con la intención de albergar a los criminales más peligrosos del país, era una de las “niñas mimadas” del sistema penitenciario nacional. Asentado a varios miles de kilómetros de la capital, el Penal permitía alejar suficientemente de la sociedad argentina a los “indeseables” e irrecuperables. Pero la cárcel cumplía con otros objetivos, como la delimitación y fijación de la soberanía nacional en zonas limítrofes con Chile. Se confiaba en que sosteniendo una institución nacional y fijando una población en torno a esa institución, se lograría hacer patria. Si la cárcel de Neuquén tuvo por décadas graves problemas de infraestructura, en cambio Ushuaia poseía en 1907 “gran cantidad de talleres como la zapatería, sastrería, carpintería, aserradero, fábrica de fideos, lavadero, oficina antropométrica, fotografía, cuartel de bomberos, imprenta, banda de música, ebanistería, biblioteca con más de 1200 ejemplares, escuela, farmacia, servicio médico, además de contar con teléfono y energía eléctrica. Todos estos servicios se hacían extensivos para la ciudad de Ushuaia”
Esta presencia tan fuerte de la preocupación por las labores y la instrucción en el interior de la cárcel sólo apareció en Neuquén en años posteriores.
Ernesto Bohoslavsky y Fernando Casullo
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
Extraído de: La cárcel de Neuquén y la política penitenciaria argentina en la primera mitad del siglo XX, de Ernesto Bohoslavsky y Fernando Casullo
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