En aquel recordado marzo de 1975, Julio Poblete, como era habitual se despidió con cariño de su esposa Evelina Pino y su hija, dejándolas al cuidado de su humilde casa. Antes de partir ensilló su caballo, tomó su sombrero y dejó algunas recomendaciones; habían posibilidades de tormenta. La enorme extensión de Santo Tomás, como se denominaba genéricamente a toda esa zona, no lo asustaba, era hombre acostumbrado a la dureza del trabajo y del clima, como todos los criollos y mapuches que en pequeño número, dispersos habitaban la zona. No lo asustaban ni los inviernos crudos ni los veranos calientes, habituado de pequeño al esfuerzo y al sacrificio.
Los hombres que trabajaban en el campo con los animales habitualmente permanecían varios días, quizás semanas antes de regresar. Era común. A veces dormían a cielo abierto, otras en precarios refugios o puestos que se construían y al que siempre podían regresar cuando hiciera falta. Algunos pobladores, trabajaban en la estancia “La Fortaleza”. Tal vez si Julio hubiera trabajado en la estancia hubiese tenido el jornal asegurado. Pero él prefería ser libre, no le gustaban los patrones.
La tormenta llegó y por varios días parecía no querer detenerse. Llovía a torrentes como si toda el agua del mundo se hubiera puesto de acuerdo en caer en ese momento. El cielo mas negro que gris mostraba su furia con todo su enojo. El aire cargado de electricidad, penetraba en los pulmones de todos los seres vivos de la zona que percibían que algo muy malo estaba sucediendo. Los caminos y senderos se habían transformado en peligrosos ríos que arrastraban todo a su paso; las arcillas impermeables de la extensa meseta prohibían filtrar el agua, que desesperada se continuaba acumulando segundo a segundo mientras buscaba violentamente abrirse paso. El agua que caía como diluvio reducía la visibilidad a pocos cientos de metros. A veces la tormenta se detenía unos instantes, pero solo era un respiro que se tomaba para volver con más fuerza.
En la imponente vastedad del temporal que azotaba con furia, el único lugar que permanecía relativamente a salvo y resistía, era el casco de la estancia “La Fortaleza”, que hacía honor a su nombre. Allí, peones y capataces observaban preocupados y con algo de temor la natural violencia desatada, esperando que ésta concluyera cuanto antes. Algunos habían logrado traer a su familia, otros rezaban y pedían angustiados por los suyos esperando que no les pasara nada.
Mientras tanto, Julio, solitario a la intemperie, a duras penas podía soportar el embate feroz de la naturaleza que lo obligaba a luchar por su vida y a dejar los animales abandonados a su suerte. Tuvo que ver como eran arrastrados por el lodo y morían ahogados, mientras venía a su mente la imagen de su familia que seguro lo estaría necesitando.
A varios kilómetros, con igual dramatismo e intensidad, don Leiva había dejado a su familia en casa, viviendo una situación similar en todo sentido y desesperación a la vivida por Julio. Allí estaba Clemira, su joven adolescente esposa que estaba con una de sus hermanas pequeñas. Solas en medio de la tragedia, permanecían juntas hasta el momento en que ocurrió aquello que nunca podrían borrar de sus mentes. La tierra, poco a poco se fue desmoronando abriendo enormes grietas por las que se coló el agua que empezó a abrir nuevos y mas profundos surcos. Ese río embravecido que crecía sin detenerse, se ensanchó al punto de hacer desaparecer el corral que estaba a pocos metros, arrastrándolo como si fuera algo insignificante y llevándose consigo todas las gallinas. Del otro lado, otro surco se abrió formando un canal no menos violento en su caudal. La casa quedó encerrada entre dos ríos mortales que se iban ensanchando. El viento impetuosamente se había encargado de volar los techos y derrumbar algunas paredes con asombrosa facilidad. Las dos mujeres niñas, solas, abrazadas con temor esperaban resignadas el inevitable final que se sospechaba inminente, en la que los dos cañadones que se habían formado se unieran, arrastrándolas definitivamente. Así pasaron dos noches, sin comer y empapadas totalmente, mirando desde la puerta de lo que quedaba de la casa, el enorme torrente inagotable que pasaba a menos de un metro, destruyendo y arrastrando todo. Todo a excepción de ellas.
Pero el final fue otro. Los dos creados cañadones repletos y violentos de agua, se juntaron para luego separarse y volver a unirse, dejando la casa en el medio como una solitaria isla. La tormenta decidió perdonar la vida de sus ocupantes, armando un cauce que rodeaba y aislaba la humilde morada. La destrucción reinaba por doquier, pero no la tocaba. La lluvia torrencial no cesó hasta varios días después. Milagrosamente habían sobrevivido.
Cuando al fin llegó la calma y el Sol tímidamente despertó, debieron esperar aún varios días más para salir de aquellas miles y miles de hectáreas de fango y lodo. Cuando los pobladores empezaron a dejar sus refugios pudieron darse cuenta de la magnitud del desastre. Habían perdido todo, las casas destruidas, los animales muertos, no quedaba nada.
El gobierno comenzó a organizar la ayuda, el rescate de los pobladores que estaban aislados en los parajes más distantes y en las comunidades mapuches. No fue tarea fácil, eran decenas de miles de hectáreas de lodo por el cual no se podía circular ni siquiera a caballo.
Julio Poblete regresó por su familia, pero no la encontró. Su casa ya no estaba. Pasaron días y encontraron los cuerpos de su esposa Evelina y su hija. El aluvión las había arrastrado bastante lejos, llevándoselas de esta vida. No habían tenido la suerte de Clemira.
Poco tiempo después, toda la gente dispersa fue agrupada en el nuevo pueblo que se creó, Santo Tomás, uno de los mas jóvenes del Neuquén.
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Clemira me invitó otro mate mientras acercaba la canasta con las ricas tortas fritas que había hecho esa mañana. Nos acompañaba Andrés, el presidente de la comisión de fomento de Santo Tomás, algo así como el intendente, a quien le pregunté:
-¿Por cuál santo se llama así este lugar?, ¿por Tomás el apóstol incrédulo…?, ¿por Tomás de Aquino? ¿Tomás Moro?,…¿ o por cuál otro?.
Se acercó un poco como preparándose a confiarme un secreto y dijo algo como solemne.
– Nadie lo sabe bien, pero te voy a contar mi teoría aunque algunos la pongan en duda. A principio de siglo xx, hubo dos italianos que se vinieron a estos despoblados lugares a empezar una nueva vida. No se sabe exactamente quiénes eran. Pero lo que si se sabe es que uno se llamaba Santo y el otro Tomasso (Tomás), dos nombres habituales en Italia. Eran prácticamente los únicos habitantes de toda esta gran extensión. A partir de ese momento a todo este lugar se lo empezó a llamar genéricamente Santo Tomás, en atención a los únicos dos pobladores que habitaban la zona.
Quedamos callados unos instantes
– ¡Tengo pruebas! – afirmó convencido como para afianzar sus dichos.
Luego la miré a Clemira, me animé y le pregunté
– ¿Cuántos años tenías cuando sucedió eso?
– Dieciséis
– ¿Por qué crees que te salvaste? ¿Por qué crees que el agua se llevó todo y no se llevó tu casa? ¿Por qué el cañadón no te arrastró?
– Fue un milagro – manifestó sencillamente esta mujer, ya grande.
Me pidió disculpas porque debía salir unos minutos. Le dije que no había problema . Andrés también se retiró.
Me quedé solo. Pensando.
Los hechos y acciones milagrosas evidentemente le dan sentido a nuestra vida. Pensé en Clemira y su milagro, entonces me pregunté, ¿cuál es el mío?.
Rodrigo Tarruella
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