Conocemos muchos episodios de la denominada “Campaña del desierto” y sus preparativos, únicamente por los informes de los partes militares. Pero no podemos estar seguros siempre de que dicen la verdad. Veamos dos episodios que dejaron al desnudo las mentiras. Uno en San Luis, el otro en Chile. Aunque no ocurrieron exactamente en territorio del actual Neuquén, pretendido desierto, sus acciones repercutieron directamente en los pueblos que habitaron la región.
La masacre de Pozo del Cuadril
La antropóloga Diana Lenton publica en “historia de la crueldad Argentina”, que en 1878 el gobierno nacional firmó un tratado de paz con el lonko rankülche Epumer, que ratificaba otro de seis años atrás, sin modificaciones, a pesar de que la situación geopolítica ya había cambiado. A los pocos días, el 8/11/1878, un contingente de “guerreros ranquelinos” se dirigió a Villa Mercedes de San Luis a cobrar las raciones estipuladas en el pacto. Debían retirar también elementos para labranza, sueldos para los principales caciques, ganado en pie, etc. Iban en son de paz, acompañados de sus mujeres e hijos, y entre ellos iba en carácter de enviado plenipotenciario, José Gregorio Yancamil, sobrino de Epumer.
El historiador Juan C. Depetris detalla: “Yancamil pertenecía a aquel grupo de personajes influyentes de tierra adentro que sostenían la paz con el cristiano. Hasta se había casado cristianamente a instancias de un franciscano como muestra de voluntad amistosa. A una legua de Villa Mercedes, en Pozo del Cuadril, donde existía un retén militar de avanzada, son encerrados por las tropas, separados y fusilados. Casi la totalidad de los sobrevivientes quedan malamente heridos. Entre ellos, niños y mujeres. Yancamil queda prisionero y reponiéndose de sus heridas, mientras que las familias integran luego un contingente de prisioneros que son llevados a la zafra tucumana, entre ellos la mujer de Yancamil y sus dos hijitas. Ninguno de los ranqueles enviados a Tucumán regresó…”.
Podría pensarse que uno de los objetivos buscados era boicotear cualquier iniciativa de paz, porque el “negocio” para ciertos sectores estaba en la guerra. La guerra permitió a aquellos empresarios azucareros contactados por el ministro Roca proveerse de numerosos contingentes de mano de obra forzada ; permitió a personas influyentes y no tanto, proveerse de personal doméstico, o de peones en sus estancias, siempre en carácter forzado. Proveyó al ejército de línea, a la Marina y hasta a la policía porteña de los elementos necesarios para cubrir las vacantes provocadas por las numerosas bajas y deserciones. No sólo “liberó” los ricos territorios indios transformándolos en “desiertos”, dando lugar al enriquecimiento de terratenientes, políticos e intermediarios. Además, como en toda guerra, generó un circuito mercantil relacionado con las provisiones a los soldados, las raciones y prendas para los indios, el traslado de prisioneros y cautivos, la trata de blancas, la circulación de armamento, todo ello sumido en un nivel de corrupción que fue tempranamente denunciado por los contemporáneos.
El diario La Nación, medio de comunicación oficialista, en su editorial no dudó en calificar a los hechos de Villa Mercedes como “crimen de lesa humanidad”.
EI diario ironizaba sobre las explicaciones mentirosas del parte militar de Rudecindo Roca, hermano de Julio Roca, quien había afirmado que los ranqueles habían sido muertos en un enfrentamiento, cuando en realidad los habían fusilado dentro de un corral: «Cosa rara que cayeran heridos 50 indios yendo en disparada y en dispersión. Rara puntería la de los soldados, que pudieron a la disparada casar [sic) a los salvajes, que nunca lo han conseguido nuestros soldados, y más raro aun, que todos los tiros se aprovecharan matando sin dejar ni un solo herido» (la Nación, 16/2/1878).
La traición de Ruibal
En enero de 1880, el mayor Ruibal con tropas nacionales del Regimiento General Lavalle n° 11 de Caballería de Línea, partió desde Campana Mahuida (cerca del actual Loncopué) con órdenes de seguir la huella de una rastrillada (“una rastrillada son los surcos paralelos y tortuosos que con sus constantes idas y venidas han dejado los indios en el campo; suelen ser profundos y constituyen un verdadero camino ancho y sólido”, escribe Lucio V. Mansilla en Una Excursión a los Indios Ranqueles).
Ruibal se internó en territorio de Chile y llegó sin saberlo (difícil creer) a orillas del caudaloso río Bío Bío, alcanzando a la rastrillada.
En la otra orilla se encontraba el cacique Feliciano Purrán, el otrora poderoso cacique Pehuenche, señor del centro y norte del actual Neuquén, con toda su gente (más de ochocientos lanceros), que obligado por la encerrona de las tropas nacionales que los ponía en retirada, buscaba refugio en Chile.
El diálogo aproximado entre Ruibal y un subordinado fue el siguiente: “Dígale a Purrán que yo soy el mayor Ruibal, jefe del Ejército que viene más atrás, que no vengo a pelearlo, que traigo orden del Gobierno Argentino para arreglar las bases de un tratado de paz, que haga recostar su gente a su derecha, que por la izquierda también vienen tropas y lo pueden pelear, y que en seguida me mande dos caciques para empezar los tratados”
Purrán recibió al enviado del ejército que cruzó el río. Pero el cacique dudaba en reunirse para “dialogar” con el mayor del ejército nacional. Lo embargaba una gran desconfianza.
Pasaron tres días en donde una y otra vez se excusaba el cacique, diciendo que el río estaba muy crecido, que si bajaba pasaría, prometiendo siempre hacerlo al siguiente día por la mañana, lo que no sucedía por sus temores, mandándose disculpar siempre con otros caciques subalternos y algunos capitanejos, que siempre eran bien recibidos y obsequiados, no obstante el desagrado del mayor, por la inasistencia de Purrán.
Ruibal perdía la paciencia y mandó nuevamente un emisario: “Digan ustedes al general Purrán, que hoy hacen 3 días que me está engañando con la promesa de pasar a hablar conmigo, yo tengo necesidad de regresar, y si el general no pasa hoy mismo a darme un abrazo, y hacer el tratado de paz que debemos convenir, creeré que procede de mala fe, y me veré en el caso de pasar con mis tropas a pelearlo, porque así son las órdenes que tengo de mi Gobierno”.
Purrán decidió finalmente pasar el río para hablar con el enviado del Gobierno Argentino, pero antes pidió al mayor a través de un enviado que hiciera retirar a toda su gente a cierta distancia y que quedara él sólo con sus lenguaraces para recibirlo y hablar; Ruibal prometió de una manera expresiva que así lo haría. No obstante la palabra dada, preparó la emboscada.
A la hora acordada, el cacique alentado por la confianza que le habían inspirado las promesas y garantías ofrecidas por el enviado del Gobierno Argentino, cruzó el río para parlamentar acompañado de 25 paisanos de lanza, quedando a la espera en tierra del otro lado del Bío Bío, no menos de 800 de sus guerreros que lo esperaban.
Transcurridos 15 minutos de parlamento, ante una señal acordada, lo militares emboscados se abalanzaron sobre Purrán y sus acompañantes, mientras el resto de la tropa escondida hizo un nutrido fuego sobre la masa de gente en la margen opuesta del río, para hacerlos desistir de cruzar en ayuda de su cacique.
Los parlamentarios pehuenches traían todos puñal y boleadoras a la cintura, incluso Purrán, quien las esgrimió con entereza. No obstante, pronto fue obligado a rendirse. Buscó con la mirada a algunos de sus caciques, pero no encontró a ninguno, todos sus acompañantes fueron asesinados, inclusive su hermano. Purrán tuvo mejor suerte, a él lo querían vivo para mostrarlo en Buenos Aires.
Todo esto lo sabemos con tanto detalle porque años más tarde, un teniente coronel de apellido Pechman lo escribió en un libro que publicó y llamó “El campamento, 1878: algunos cuentos históricos de fronteras y campañas”. Por su parte, el mayor Ruibal, “omitió” los detalles de la captura a los que reportó como “enfrentamiento”. La captura de Purrán trajo como consecuencia para el mayor, un rápido ascenso y gran reconocimiento.
Rodrigo Tarruella
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