Otros tiempos del Neuquén del Territorio
Las silenciosas tierras de los contrafuertes cordilleranos del oeste y noroeste neuquino, como las de los extensos desiertos de soledad y abandono que casi sin transición se extendían en la comarca, fueron tierras generalmente fiscales, sin demarcación y sin alambrados. El “alambrado de Newton” (por Richard Blake Newton), introducido por éste al país en 1845, no había llegado al lugar.
En esos predios se arrendaban a ojo de buen cubero, desde un mojón de piedra levantado al efecto, hasta tal o cual referencia en un cerro que la vista alcanzaba a percibir. Estos límites imaginarios originaban graves reyertas entre distintos vecinos, debido al entrevero de los animales. La autoridad moral del maestro de escuela ponía las cosas en su debido lugar.
Pobladores con más de cincuenta años en el mismo paraje no eran propietarios permanentes y legales, la tierra era ajena. Los pobladores, simple tenedores, la habitaban “con un pie en el estribo”, expectantes a ser desalojados por el Gobierno o por algún acomodado, poseedor de títulos de propiedad vaya a saber en qué forma adquiridos, no siempre correcta. Al privarle de la tierra se impidió la formación de una clase campesina enraizada y encariñada con el terruño.
Estos hombres eran seres introvertidos, sufridos y estoicos. Aceptaban apasionadamente el determinismo histórico que los aferraban al paisaje y consideraban medio sencillo y simple de ser felices en su vida pastoril, el rodearse de un racimo de hijos y subsistir con y de la naturaleza. Envejecían con la tierra. No leían y no tenían radio, milagrosa herramienta de la cultura popular. No viajaban, excepto cuando debían cumplirse con las obligaciones del servicio militar y en los regulares y duros arreos de animales, o a las veranadas e invernadas o a Chile, de fácil acceso para la comercialización de animales en pie, cueros, lanas, etc. Se traían de vuelta, “vicios”, víveres, ropas, herramientas y semillas. No conocían el tren; apenas los automóviles que llegaban cumpliendo hazañas, posteriormente transformadas en leyendas lugareñas. Los aviones muy pocas veces volaban esos cielos tan límpidos y azules. No tenían derechos. No eran dueños de su destino. Estaban librados al azar. No recibían atención, ni aliciente del Gobierno Territorial, ejecutor sumiso de disposiciones de un lejano poder residente en la Capital de la República.
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La atención sanitaria era deficiente y sumida en casi total abandono. En algunos pueblos importantes, por ser cabecera de Departamentos, el Centro Hospitalario era atendido por un solo médico, excepcionalmente por dos. Chos Malal tenía para atender una extensa zona, una sola ambulancia. Los pobladores colaboraban con el gasto de nafta cuando necesitaban la prestación de su servicio.
La ambulancia llegaba hasta donde lo permitían los pedregosos y sinuosos caminos. Casi siempre se detenía a unos dos o tres kilómetros de la casa del paciente. Entonces había que acercarlo en catango o a lomo de mula Los pobladores que carecían de esos medios, utilizaban un viejo elástico de cama o improvisaban un catre con palos y “tientos”. Sobre un pellón o colchón acostaban al enfermo. ¡Cuántas veces llegaba la ambulancia y el médico encontrando al enfermo ya sepultado!
Era común la práctica del curanderismo y, por supuesto, el uso de yuyos medicinales de la región. ¡Qué otra cosa se podía hacer!
Cuenta un maestro rural neuquino:
“Se enfermó Diego Rivera. Era un buen alumno de mi grado, de 10 años de edad. Avisé de su inasistencia a mí director y visité al niño en su humilde rancho. Con mi linterna observé su garganta y con mi termómetro tomé su fiebre. La garganta en pésimo estado. La fiebre altísima.”
“Sigo visitando a Diego todas las mañanas, procurando convencer al padre para trasladarlo al hospital de Chos Mala!. Ellos podían hacerlo en carro o bien pagando la nafta de la ambulancia.”
“El padre del niño, uno de los clásicos ladinos y leguleyos que no suelen faltar en ciertos parajes cordilleranos, se escondía cuando me veía. La pobre madre no gravitaba…”
“Mi director y yo veíamos la tragedia si no se tomaba una medida determinante. Fuimos y encaramos de firme la situación: había que trasladar a Diego a Chos Malal. El padre no consistió y el niño murió. El certificado de defunción decía: “crup-diftérico””.
La lucha contra la ignorancia y la superstición no se debía encarar sólo en el aula. Era preciso defender al niño contra la torpeza de los padres.
El término de vida adulta no llegaba a los 40 años, ya que las enfermedades reumáticas y pulmonares hacían estragos en esas poblaciones. Hay que entender que estos hombres cuando salían al campo a cumplir sus quehaceres pastoriles, —como enderezar animales caídos, degollar otros agonizantes, arrear haciendas, carnear para comer—, montados a caballo por senderos escabrosos, ateridos de frío, chapaleando agua y barro, calados hasta los huesos, contribuían al deterioro de su propia salud.
Las viviendas eran escasas, antihigiénicas y antisalúbricas. Las paredes de las mismas, estaban construidas con adobes; los pisos de tierra bien apisonados. Los techos vegetales, de carrizo entrelazado, asegurados con tientos o alambres lisos, cubiertas —a veces— con una gruesa mezcla de barro y paja con marcado declive para facilitar el rápido desplazamiento de la lluvia, permitían el escondite de las vinchucas y de las alimañas.
En las casas de los vecinos más o menos acomodados, se disponía de una habitación para recibir y atender visitas. Una pesada mesa de madera y rústicos bancos, la rodeaban. Nunca faltaban en tales reuniones un mate cordial con su copete de espuma verde.
La juventud, fuera de la ocupación tradicional del cuidado de los piños de chivas y de las majadas de ovejas y del arreo de tropas de animales, no tenía posibilidades de trabajo asalariado, Como buenos aprendices de la vieja artesanía de sobar y trenzar el cuero, lograban con la ayuda didáctica de sus padres, la habilidad característica de los buenos “sogeros“.
Los niños acompañaban a “los mayores” en toda clase de trabajos, compartiéndolos en relación a sus fuerzas
“La educación no estaba confiada a nadie en especial, sino a la vigilancia difusa del ambiente”
Debido a una gradual e imperceptible asimilación de sus contornos, los niños se iban conformando gradualmente a los moldes aceptados por el grupo familiar de casi exclusiva actividad agrícola – ganadera. Se bastaban a sí mismos, se comportaban de manera agro-pastoril.
La enseñanza y la educación estaba instrumentada “para la vida por medio de la vida”. Cuando la ocasión lo requería los mayores explicaban, con seguridad y suavidad, la forma de conducirse en precisas circunstancias. Los niños iban así aprendiendo gustosos, sin requerimientos coercitivos, las cosas que sus padres aprendieron -de igual manera- de sus abuelos.
Para aprender a cabalgar, se cabalgaba; para aprender a carnear se carneaba; para aprender a pescar, se pescaba; para aprender a cazar, se cazaba; para aprender a sembrar, se sembraba; para aprender a cardar se cardaba; para aprender a hilar, se hilaba.
Cuántas veces los maestros recorrían los ranchos anotando niños para ir a la escuela y recibían, sorprendidos, respuestas tajantes como:
“No hay aquí niños para ‘echar’ en la escuela”.
Los padres entendían que sus hijos no necesitaban aprender; que era igual estar sin saber leer, escribir y sacar cuentas; que ellos los educaban para vivir.
Siempre se daba término al diálogo con la severa amenaza del cumplimiento de la ley. Entonces los niños, en edad escolar reglamentaria, concurrían a la escuela.
Desde el fondo de los tiempos se sobrevivía rodeado de superstición, ignorancia, desnutrición y sumisión a un odioso estado socio-cultural-económico antinacional y dramático.
Los niños calzaban “ojotas”, sandalias rústicas, hechas con pedazos de cuero de chivo, con una seriada de ojales por los cuales se entrelazaban un fino y suave “tiento” que hacía las veces de cordón. Antes de ponérselas, se envolvían los pies con trapos para mantenerlos calentitos. Los poseedores de zapatos o de alpargatas, al poco tiempo, calzaban roídos o deshilachados por las piedras de los senderos. Muchos caminaban descalzos. Al llegar a la escuela, se calzaban.
Estos niños no tenían juguetes ni compañías, exceptos sus numerosos hermanos. Eran fieles acompañantes de sus juegos los perros o algún chivito “guacho” criado en el rancho.
En aquellos tiempos “somos la canasta de pan del mundo”, producíamos “las mejores carnes de la tierra”; pero, también “somos el país del 300 por mil de mortalidad infantil”. En 1968, la mortalidad infantil del Neuquén alcanzó al 100,1 por mil.
Particularmente proveíamos de trigo y carne a Inglaterra y nos devolvían carbón y petróleo. Ya conformábamos un país cultural y económicamente dependiente.
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En el oeste y noroeste neuquino, únicamente donde existen acogedores y aprovechables vegas, valles, cañadones y planicies, los pobladores —crianceros por generaciones de chivas, ovejas y algunos vacunos— se transformaban en campesinos cultivadores dedicándose a la atención de chacras, quintas y sembradíos familiares, acorde a los predios y riego disponibles. Riego que se manejaba represando y guiando las aguas con habilidad ejemplar. Sabían que el agua no abundaba y que no la debían esperar del cielo.
La tierra les brindaba frutas, verduras y granos. Los animales, grasas, carnes, cueros y lanas. Y con el excedente realizaban ventas, intercambios y trueques, obteniendo algún dinero y artículos manufacturados.
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Algunas herramientas primarias se fabricaban en fraguas caseras. Para tirar el arado usaban, como en los tiempos bíblicos, la yunta de bueyes. Animales casi sagrados para los campesinos; ¡Cómo los protegían y cómo los cuidaban! Igualmente se protegía al “perico”, burro macho destinado a la procreación, es decir, engendrar mulas.
Vivían en casas precarias, rodeadas o defendidas de los vientos por corpulentos álamos. Estos fueron llevados primeramente a Loncopué desde Roca por el estanciero y comerciante don Alberto Ascheri.
Esta comarca afiebró en la aventura del oro a los hombres que catearon sus montañas y cernieron las arenas de sus ríos y arroyos, en los últimos años del siglo XIX y en los primeros del XX. En Huinganco existió la Compañía Minera Huinganco que trabajó las minas “La Lucía” y “La Premia”. “La Erika”, también de Huinganco, fue la mina más rica del país y se sostiene “que tiene una reserva de 200.000 toneladas”.
Los entendidos señalan como gran esperanza mineral al cobre, con sus reservas en Tres Chorros, Arroyo Butalán, La Buitrera, Las Mellizos y Cerro del Diablo, además de los minerales existentes; Baritina, talco cerámico, piedra caliza, basalto, arcillas, bentonita, piedra laja, rafaelita, mármol. Es la mayor productora de baritina del país con reservas considerables y es la única productora de talco cerámico del Territorio Nacional.
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
Fragmentos del libro Cutral Co, Tiempos de Viento, arena y sed, de Alesio Miguel Saade
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