Hasta las 9:30 horas de la mañana de aquel agradable y primaveral miércoles 16 de septiembre de 1959, la vieja balsa Senillosa había sido por casi cinco décadas, el transporte acostumbrado de viajeros, viajantes, turistas, obreros, hacendados, artistas y escolares, y el más innegable y reconfortante atractivo de que habían dispuesto los pobladores residentes en ambas márgenes del río. La balsa, junto a la estación ferroviaria, unidades modulares y puntos de conexión con la vanguardia del mundo, habían sido emplazadas estratégicamente en los campos de los hermanos Senillosa, para arrimar el hombro a las actividades fundamentalmente pecuarias y mineras. Sendos monumentos de la “civilización” y del “progreso” como los llamó la generación del ochenta, se constituyeron desde los mismos inicios, en el rincón auténtico para las comunicaciones, el trabajo, las actividades migratorias, las relaciones socio-comerciales y el pasatiempo. Esos dos pilares de la cultura del auge, que por poco nacieron con el territorio, sostuvieron extraordinariamente y por casi medio siglo, toda la economía de la región. Puede asegurarse confiadamente, que fueron los dos polos más importantes que históricamente tuvo la localidad en todo su transcurrir. Entre ellos dos, se desarrolló activamente el quehacer de quienes habían apostado a las condiciones agrestes pero promisorias de estas tierras. La balsa, que tuvo dos nombres vinculados a la península ibérica, España en sus comienzos y Senillosa posteriormente, cruzó centenares de veces y de un lado al otro, el torrente caprichoso del río.
Hasta 1969, el Limay fue un afluente rápido, que circulaba sin regulación ninguna, aguas abajo desde sus nacientes allá en el Nahuel Huapi, hasta converger con el Neuquén en los límites angulares del territorio. Se han encontrado registros fidedignos de antiguos pobladores y pioneros, con anotaciones de crecientes devastadoras río abajo. Los datos consignados permiten tener una idea de la tradicional intermitencia de las aguas de nuestro río.
Aquella mañana de septiembre del ’59, según declarantes, el río había superado ligeramente durante la noche los parámetros frecuentes de medición, alcanzando aproximadamente entre 150 y 170 metros abiertos. Vale decir, que ese miércoles por la mañana, el río llevaba en su curso más agua de lo normal. Sin embargo, ese leve aumento en los caudales, no fue tenido en cuenta y tampoco considerado un impedimento para que la balsa Senillosa operara como lo venía haciendo en días anteriores. Aquel día, el ómnibus de la empresa El Valle llegó a la localidad de Senillosa, entre las 08:00 y las 08:15 horas de la mañana procedente de la ciudades de General Roca y Neuquén. Hizo su primera escala en La Chiquita, un popular comercio de ramos generales fonda para gente de paso y parada, propiedad del por entonces señor Julio Contreras, un reconocido comerciante y ex-funcionario del gobierno de la primera Comisión de Fomento del pueblo. El colectivo hizo su parada en esa casa de comercio, como lo hacía usualmente cada lunes, miércoles y viernes en sus viajes a Mencué, Cerro Policía, Comallo, Lonco Vaca y Jacobacci. En La Chiquita, ascendieron los últimos pasajeros, se cargaron algunos bultos, y uno que otro compró una provisión de alimentos livianos para el inmediato viaje. Pronto, el ómnibus encendió otra vez sus motores, y emprendió la marcha acostumbrada dejando tras de sí una estela de polvo que quedó suspendida en el aire por algunos segundos. El flamante Leyland II, finalmente se perdió a toda velocidad por la huella empedrada y serpenteante que conducía a la balsa. A las 9:00 horas de la mañana, hizo su ingreso al muelle donde detuvo otra vez la marcha. Allí, el conductor solicitó amablemente el descenso del pasaje completo, para realizar las maniobras de abordaje a la vieja balsa. Una vez montado el colectivo, los balseros calzaron sus cuatro ruedas, y por último, se solicitó el ascenso a cubierta de los 32 pasajeros que iban en el coche.
Último viaje y los pormenores del accidente.
Entre las 9:10 y las 9:15 horas aproximadamente, se soltaron amarras, y con un juego de vueltas del torno, la balsa quedó a un radio exacto de 45 grados para remontar. Ese día, tal como había acontecido durante 49 años, la vieja balsa Senillosa zarpó serenamente en otro viaje de rutina. Nadie intuyó esa mañana, alguna malaventura sobre las avanzadas ocultas del destino, ni profirió algo acerca de los principios de imperio por los que algunos aseguran que se rige el azar de la vida. No habían indicios ni sospechas siquiera probables de que ese viaje fuera el último viaje que la balsa iba a realizar en todo el transcurso de su historia. Con suma prestancia, la vieja balsa avanzó una vez más por entre las precipitadas corrientes del río en dirección a Senillosa Sur, una prístina población ribereña dispuesta anterior al año 1916 en tierras del departamento rionegrino de El Cuy.
Antes de proseguir con los hechos que me ocupan, he estimado oportuno tratar dos asuntos que considero merecen una inevitable ratificación. Primero, que la designación Senillosa Sur, también Paraje o Isla Senillosa, se remontaba a la época en que el citado departamento de El Cuy, por asuntos jurídicos- administrativos, había estado anexado al Territorio Nacional del Neuquén. Segundo, que la mencionada designación, había proscripto junto al convenio anexatorio a fines del año 1918, cuando el departamento de El Cuy volvió a su Territorio de origen. Tercero, que si bien la designación continuó vigente, sólo fue por costumbre y por convención de los pobladores. Y cuarto y último, que para el año 1959, la histórica clasificación de Territorios Nacionales ya no existía. Y no existía, en razón de que en el año 1957, éstos habían sido elevados aunque tardíamente, a la categoría de provincias por ley 14.408 del 15 de junio del año 1955.
Hechas las salvedades correspondientes, retomo el contenido medular de esta exposición, que obedece fundamentalmente al casual de la balsa. Se ha confirmado fehacientemente, que la tripulación compuesta por un total de 37 personas a bordo, aferradas a los sostenes de seguridad de la balsa, comenzó el balseo normalmente. Desde la humilde cubierta de listones en bruto, esa mañana primaveral y todavía serena, muchos de esos tripulantes, casi con profunda calma, concentraron toda su atención en el impulso empeñoso que realizaba el transporte con uno de sus vértices. Otros, comadrearon o platicaron animosamente sobre bueyes perdidos. Posiblemente, alguno trató de resolver el contraste tenue que sugieren las aguas y la tierra en un viaje tan corto. Y los más escasos, esos tal vez sensibles a la turbación que provocan las difusas profundidades, pusieron la mirada en el cielo o en la otra orilla deseando desesperadamente que el balseo terminara lo antes posible. Todo pudo ser. Pero de pronto, casi en el final del trayecto y a pocos metros de alcanzar el muelle de la margen derecha del río, un remolino de agua que persistía en la misma ruta de la balsa como efecto de la existencia de un pequeño acantilado, rompió insólita y súbitamente el desplazamiento de la embarcación.
Se ha dicho, que las potencias rotativas y centrífugas del remolino de agua en esa región del río, sacaron enérgicamente a la balsa de su uniforme y pareja velocidad, y que la empujaron con idéntica energía en la misma dirección en que navegaba. Aquel apretado y violento empellón, hizo que la balsa impactara fuertemente contra el muelle, tras lo cual terminó por cerrar el proceso de colisión con un impulso que la lanzó otra vez al medio del río. Ese proceso que duró unos pocos segundos, hizo perder la estabilidad de los pasajeros, e inevitablemente algunos de ellos cayeron al río. Pese al grado de velocidad de los movimientos, dos eficientes y experimentados operarios de los cuatro que iban a bordo de la balsa, alcanzaron a saltar sobre el muelle al minuto en que se produjo el impacto. Cada uno con un aparejo en las manos, intentó argollar los ojos de las amarras a los amarraderos. Sin embargo, la empresa de esos dos hombres, se tornó de todas maneras irrealizable, y allí, sobre el húmedo atracadero de la balsa, con las palmas de las manos escaldadas por las cuerdas, se quedaron paralizados sin poder hacer nada más para evitar lo que de todos modos ya iba rumbo a una tragedia.
Para esos momentos, la balsa estaba en el medio del río, aunque siempre sujeta a la maroma por los cables y las roldanas. Los dos operarios que como una mala jugada de la suerte, habían quedado a bordo de la balsa, tuvieron en aquellas apremiantes circunstancias, la principal comisión de salvaguardar la vida de toda la tripulación, la totalidad de las cargas y la embarcación. En principio, y ayudados por algunos pasajeros voluntarios, en vano intentaron girar el tormo con una y otra orientación para librar a la balsa del peligroso aprisionamiento en que estaba. “El torno estaba clavado”, aseguró alguien, y “fue imposible salirlo de esa posición “.
Entretanto, las roldanas terminaron por unirse en un punto comprometido de la maroma, formando un ángulo forzoso como consecuencia de la sobrecarga de la balsa, que a esa hora estaba a merced de las potentes fuerzas de las correntadas. Finalmente, la balsa entró en súbitos movimientos de fluctuación, haciendo que el agua alcanzara inevitablemente la cubierta. De allí en más, el escenario de los hechos se transformó en un infierno, en un desorden repleto de decisiones personales fuera de todo dominio. El cargo de controlar el estado de la situación y la realidad del peligro por parte de los balseros, se transformó en el más difícil desafío. Algunos tripulantes, en grado sumo desbordados por la dramática situación, sacaron coraje del horrendo miedo a perecer y se arrojaron al río sin medir la dimensión de los apuros que allí les habrían de sobrevenir. El bote de salvamento al desnudo, sin equipos salvavidas, era lo que quedaba como último pasaporte a la vida para los que aún resistían sobre la cubierta de la balsa. Los operarios decidieron su utilización en contados minutos, e hicieron ascender alrededor de diez pasajeros para cumplir un primer viaje. Pero a esa altura de los acontecimientos, los ataques de pavor y de conmoción general, habían rebasado los umbrales de lo soportable, y frente a cualquier solicitud de calma y observancia inteligente, la única respuesta resultó ser la esperada reacción biológica primaria de un organismo en peligro.
De cara al espanto de perder la propia vida, y frente al vacío de otras alternativas de salvación, se montaron sobre el bote ocho pasajeros más, desoyendo las instrucciones regladas que a gritos lanzaban los dos balseros. Los minutos pasaron velozmente, mientras el bote sobrecargado de personas se columpiaba en el agua al compás de los bruscos movimientos de bamboleo de la balsa. En repercusión de esos movimientos, sendas roldanas prosiguieron con el juego de fricción en ese punto de la maroma donde se habían fundido. De improviso, y por efectos de los mismos movimientos de vaivén, el colectivo sin frenos y descalzado como derivación del rebote de la balsa contra el embarcadero, se deslizó hacia un extremo de la cubierta que a esa hora aparecía resbalosa por la acción del agua. Sin el menor esfuerzo, el colectivo con el techo repleto de bártulos, fue a dar atronadoramente al río sumergiéndose en un santiamén.
Como efecto de la caída del micro a las aguas, la balsa realizó por el extremo opuesto, un movimiento compacto qué la mantuvo empinada unos segundos. El estado de inclinación en que quedó circunstancialmente la balsa, provocó que las cargas no aseguradas y que las personas que no estaban bien aferradas a los antepechos de las barandas, fueran a dar de lleno al agua como el colectivo. El mismo movimiento, generó que se cortara la maroma a la altura donde estaban unidas las roldanas. Simultáneamente se dio vuelta el bote todavía sin liberar con los 18 ocupantes qué estaban a bordo.
De allí en más, toda la embarcación a la deriva, navegó aguas abajo por el medio del río. Lo que siguió después, fue en sí mismo horroroso.
Las fases siguientes de la tragedia.
El capítulo inmediato y consecutivo al particular naufragio, se transformó en un paisaje espantoso y escalofriante y en un cuadro infernal y enloquecedor. Los dieciocho ocupantes del bote que tumbado se fue aguas abajo con la balsa, conformaron un dramático espectáculo de mujeres, hombres, niños y ancianos que desparramados por doquier a merced de las correntadas, gritaron por la vida desde el mismo plano de la muerte. Los ensordecedores clamores de auxilio y las atormentadas voces de desesperación, parecieron estremecer los cielos y la tierra. El aguafuerte de tantas agonías juntas se dibujó espeluznante. Pocos aventuraron a meterse en ese desconcierto de manos y bocas desesperadas y de cuerpos enardecidos. La visión de aquellas almas en desgracia, fue en sí misma turbadora y desgarrante. La impotencia con los puños cerrados y vencidos, los observó y los escuchó desde las riberas con los ojos y las orejas bien abiertos, mientras un río tempestuoso y frío se los llevaba a toda velocidad. Los observó y los escuchó, hasta que los lamentos infinitos de sus infinitas bocas y las infinitas señales de sus infinitas manos, inexorables desaparecieron en las profundidades de las aguas.
Entonces, el mundo pareció quedar desierto para los que permanecieron a salvo en las orillas y para los que lograron llegar hasta ellas a fuerza de manotazos. Allí, cada uno por su cuenta intentó detener el tiempo y volverlo desesperada e insistentemente atrás. Caminando apenas, caminando rápido, corriendo, mordiéndose los labios, con lágrimas en los ojos, sin lágrimas en los ojos, gritando, implorando, llorando, abrazándose a otro o a sí mismo, buscándose entre los que estaban y los que no estaban, buscando a alguien, suyo, ajeno, a cualquiera, sintiéndose solo, frágil, vulnerable, inane, nada, nadie. Así me imaginé que sucedió.
Los indeseables saldos de la tragedia.
De la trampa mortal en que se configuró aquel bote sobrecargado de semejantes, sólo dos personas, un hombre y una mujer, lograron ganar las orillas con vida. Los restantes, en un número de dieciséis personas, perecieron en la forma que resistidamente he tenido que ilustrar ese no tan inexplicable accidente. Otros once pasajeros escaparon por sí mismos o fueron rescatados por voluntarios en los momentos más críticos del siniestro.
Los dos balseros que habían quedado a bordo, el conductor del colectivo y tres almas más, salvaron sus vidas aferrados a los antepechos de la vieja y deshecha barcaza, que navegó y navegó a la deriva aguas abajo hasta detenerse frente a un pequeño islote del río. Allí detuvo su reposada marcha y quedó varada sin tiempo. La muerte le había ganado una vez más a la vida.
Entre lo inconcebible lo insoportable.
A las 10:30 horas de la mañana, una hora después de que el colectivo fue a dar de lleno al agua con el techo repleto de bártulos, una hora después de que la maroma se cortó en ese punto donde se fundieron las roldanas, después de que el bote se tumbó en medio del río con toda su tripulación, y después de que el silencio comenzaba a testimoniar el estrago, ya no cabían dudas de que la tragedia era una realidad de consecuencias terribles.
Pocos minutos después del ineluctable hecho, aquel día miércoles agradable y sereno de septiembre, se convirtió inexplicablemente en un día de árboles que parecían iban a ser desraizados de la tierra, y en aguas que parecían iban a desaguarse de sus cárcavas. El cielo se puso castaño de tierra que volaba, y como un fieltro borrascoso, la arenilla azotó los rostros desnudos de los que corrieron y lloraron sin saber qué hacer con las dimensiones de aquella desgracia. La búsqueda del otro con la esperanza y la desesperanza a la vez, de encontrarlo vivo, de no encontrarlo vivo, de encontrarlo siquiera, fue una acometida feroz contra el destino. El desconsuelo tomó el color de lo insoportable. De ese “no puede ser”, “no puede ser”, “no puede ser” que se repitió infinitamente hasta el agotamiento. Pero más tarde o más temprano, todos tuvieron que abandonar la especulación caprichosa de volver el tiempo atrás, y reconocer que una realidad lamentable los tenía atrapados. El suceso más infeliz se había consumado desde las oscuridades de la suerte. ¿Será cierto de que la tragedia es algo que el hombre no puede evitar? Vaya uno a saber.
La acción de todos.
Todos por igual se sintieron víctimas profundas e inexcusables de la tragedia de la que habían bebido tan amargos sabores. Tanto aquellos que presintieron el horror y la muerte amarrados a los pretiles de esa balsa que pareció que de un momento a otro iba a estallar y a descomponerse en mil pedazos, como los que presintieron el horror y la muerte durante los minutos que estuvieron en los entresijos voraces de las torrentosas aguas, hasta los que vieron y vivieron el horror y la muerte de los que se fueron muriendo no queriendo morirse. En medio de la consternación y los pesares que aquella mañana de septiembre inesperadamente les trajo, se plegaron a las tareas de rescate que rápidamente emprendieron los efectivos del cuerpo de bomberos y los asociados del club El Biguá de la ciudad de Neuquén. Las misiones arriesgadas de rastreo de los buzos y de los operadores especializados, fue afanosa, firme y constante. Esos hombres de los que la historia no reservó las identidades, trabajaron sin descanso por días y noches hasta limpiar el río de víctimas y de objetos diversos. La expresión espiritual de consuelo y acompañamiento que llegó de varias partes del país, tuvo un valor humanitario de apreciables dimensiones para los dolientes. A eso se sumó una primera partida de $ 40.000 m/n. que votó el señor Alfredo Asmar, vice-gobernador de la provincia del Neuquén, en ejerció del poder ejecutivo provincial, con el fin de ayudar a los deudos y allegados. Otro tanto, hizo el gobierno de la provincia de Río Negro con el mismo propósito. El ser solidario y copartícipe de los provincianos, apareció en toda su capacidad para responder al dolor de los afectados. Ese piadoso sentimiento de humanidad, mitigó enormemente las lesiones de la intimidad y del ánimo, aún cuando jamás restituyera el paisaje de la vida en la forma en que había estado pocas horas antes.
Lo que no transmuta o evoluciona, se extingue.
Por muchos años se hizo absurda la imagen apocalíptica de la tragedia, el padecimiento insoportable del vacío, el vacío horrible de la ausencia, la ausencia. Es que la balsa Senillosa, vehículo flotante de nobles maderas, se había transformado desde principios de siglo, en un símbolo del folclore territoriano, y pese a sus inseguridades y desperfectos, le había donado a hombres y mujeres de la vasta región del valle tanto la bonanza del trabajo, la felicidad del encuentro, como la gloria de la comunicación. Con la supresión de la balsa del paso Senillos Norte – Senillosa Sur, el pueblo al que sólo lo separaba el río volvió a quedar, además de dividido, aislado. Senillosa Sur, el alma gemela de Senillosa Norte, solitario, se fue reduciendo hasta finalmente desaparecer. Sucedió rápido, casi en un abrir y cerrar de ojos, como el accidente mismo de la balsa. Su memoria se perdió entre la arenisca gris y colorada de las bardas junto a los restos de sus latas y de sus vidrios rotos. La mayoría de sus habitantes se marcharon junto con él. Hoy, pocos son los hijos de aquel pueblo que pueden declararnos lo que fue. Pero en la Senillosa de este lado del río sucedió exactamente lo contrario. El dolor intenso se fue con los que se fueron, mudó en dos o tres nostalgias renuentes y grises que vagan por el pueblo en forma de una leyenda que se ha dejado contar como un agradable relato fogonero. Así ha venido sucediendo durante cuarenta y siete años, y nada ni nadie promete que vaya a ser diferente en los próximos cuarenta y siete años futuros.
Jesús Carrasco
La dolorosa nómina
N.R. (Revista Por siempre Neuquén): El notable escrito de Jesús Camilo Carrasco menciona sólo el nombre de dos víctimas: Anita Parada y Manuel Cides, sin incorporar la identidad del resto de los inmolados. Esta dolorosa nómina aparece publicada en el diario “Río Negro”, en su edición del 18 de septiembre, dos días después de los trágicos sucesos
En dicha crónica se detallan pormenores del accidente y se da a conocer la lista de desaparecidos según un informe del Cuartel de Bomberos: Francisca Leves, Ana Tamborindegui, Margarita Tamborindegui, Dardo Tamborindegui, Inocencia Flores, Sandra Liliana Saint, Héctor Alfredo Saint, Mercedes Osorio (de sexo masculino), Alberto Espulef, un señor de apellido Gatica, Pablo Huechu, Víctor Moya, Velaidino Burgos, un señor de nombre Antiqueo y otro de apellido Painevil.
Se menciona, también, que la catástrofe se habría producido por el pésimo estado del cable o “maroma”, cuyo reemplazo se habría solicitado reiteradamente por encontrarse muy deteriorado, cosa que no se había realizado, con los resultados conocidos
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
Publicado en la Revista por siempre Neuquén, Año 8 – Edición 30 – 2006
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Consulta! En mi familia corre la historia de un tátara abuelo mío (de apellido Corsino) que logró sacar una balsa que se había hundido. Sospecho que pudo coincidir con este evento pero no tengo mucha más información. Me gustaría, si alguien cuenta con más data, recopilar la historia para ver como fue el rescate de la balsa o cómo sucedio.
Saludos!