No bien traspasamos la tranquera de la chacra vimos que se nos acercaba uno, que por su edad y porte, trazas tenía de ser el dueño.
De boina, mirada franca, rostro con arrugas de plácida severidad y hombros que denunciaban contextura de toro: ¡vasco! de seguro.
—Nos llamó la atención—le dijimos, —el aspecto de una tan linda chacra en medio del desierto, y queremos conocerla.
—Aquí estamos—nos dijo, Y mientras paseaba su vista por la inmensidad del campo, golpeaba con su bordón sobre la tierra, como para que ésta le confirmase su aserto.
Ahogó luego hondo suspiro con una torsión nerviosa de su bigote izquierdo, y echó a andar por una senda franjeada de rosales.
Cuando llegamos al cerrito, donde la casa se agazapaba bajo la arboleda, ya éramos amigos.
En tan corto trecho él había tenido más de una ocasión para reírse de los hombres, y nosotros para admirar la cantidad de sol y fuerza que había entre sus pupilas.
Por un camino que se desviaba del jardín frontero a la casa, nos condujo a un parquecito de álamos que se detenían al borde de una escarpadura.
De allí se distinguían unas pendientes onduladas de trigales; más allá unos barbechos grises; y más lejos la franja espejeante del río Neuquén, serpenteando entre mosaicos de piedrecillas multicolores.
El canal ingeniado por el vasco ¡sabe Dios con qué esfuerzo! para trepar por los repechos, blanqueaba en ramal de plateadas serpentinas desde el otero al valle.
Apretando las pupilas, y dirigiendo su nudoso índice al barbecho, nos dijo:
—Ahí van los tres varones.
Efectivamente: allá se destacaban, al lado de los bueyes, las tres camisas blancas de los tres hijos del vasco. Bajo el oro matinal, las nubecillas de polvo que levantaban los arados, las rodeaban de prestigio casi bíblico.
—¡Consuelito! ¡Consuelito! — gritó luego, mirando hacia las parras que sombreaban un alero de la casa.
Y con un vaso de leche en una mano y un mate en la otra, apareció Consuelo, con las mejillas encendidas por la lucha que en su rostro libraban la timidez y la sonrisa.
Sorbo a sorbo gustamos el obsequio campestre, demorándolo para mejor saborear la belleza de Consuelo.
Con su mano, chorreada aún de leche, pugnaba por detener el vuelo de sus rizos electrizados en el aire libre. Como las aguas del Neuquén y las rosas del jardín y los barbechos removidos y los hocicos de las vacas lecheras, sus ojos de café caracolillo requemado parecían exhalar el humo de una combustión prolífica, parecían humear vida y ensueño.
Los broches de su jubón rojo casi crujían por la tensión del seno palpitante.
Como para alejar el miedo de quemarse en esa boca, la sonrisa demostraba por momentos que entre ese cáliz diminuto de borgoña que ebullía, el hielo del ventisquero vecino había cincelado hileras de diamantes sedativos.
Entre las medias negras, las líneas indómitas de sus pantorrillas sugerían contornos de una futura madre de gigantes.
Pero el vasco, quizá celoso de nuestra excesiva admiración por su hija, quizá poniendo en armonía dos misteriosos afectos, nos dijo de repente:
—Son de la misma edad.
—¿Quiénes?
—La chacra y Consuelito. – ¡sí, señores!
Y nos refirió la consabida historia del embarco en España.
Los hornos de la fábrica le estaban quemando hasta los huesos. Se vino con su mujer y sus tres hijos varones a Buenos Aires. En la esquina Maipú y Cangallo estuvo todo un año quemándose como changador el alma al sol. Dejó la changa para conchabarse con un proveedor del regimiento 7° que salía para el Neuquén. En la carreta de los víveres atravesó el desierto, y más de una vez se atrincheró cuando los indios se les venían encima. El general Villegas, jefe de ese fortín, le dio esa chacra para que poblara.
Así lo hizo: pobló. Pobló con ranchos, con cabras, con uvas, con bueyes, con gallinas, con flores y con hijos.
—Ahí está la Consuelo —dijo al fin, a la sazón que ella regresaba con el mate, mostrándola como el símbolo supremo de sus pasadas energías; y agregó:
—Me trajo la fortuna: naciendo ella y yo plantando viña y aparrillando trigo. Son de la misma edad—repitió distraído, al inclinarse para tirar piedras a una vaca que le estaba corneando un alambrado.
———
Con razón el vasco las consideraba gemelas.
Dentro de su corsé de alambre bien templado, bajo su corpiño de felpa verdegay, con sus labios de racimos sangrientos, con sus bucles de oro resonante, con su azogado ceñidor de plata, y con su emanación perfumada de leche y de claveles, la chacra se recostaba jadeante y lozana en la llanura, dejando que al través del velo de su aliento la besase en los ojos, en los labios y en los senos el sol.
Y seducidos por ese prodigio de vida y placidez, preguntamos al labriego:
—¿Por cuánto vendería usted esta chacra?
—¡No es mía! —nos dijo secamente, hundiéndose la boina hasta los ojos.
—Es decir… —agregó pensativo, — es mía… y no lo es… Es mía, porque yo la hice en diez y ocho años de trabajo. No es mía, porque el gobierno no me la quiere vender.
—¿Y por qué no se la vende, si además de ser usted el dueño, al gobierno le interesa poblar los Territorios?
—¡Qué sé yo lo que pasa! —nos dijo, rascándose la frente, —cinco mil pesos me sacó un abogado de Buenos Aires para pedirla en venta; y después me mostró una ley nueva en que dicen que «la ocupación no da derecho», y que no me la venden, porque es muy chica, y patrañas y patrañas.
—¿Y si lo desalojan?
—Me voy a aquella chacra—dijo tranquilamente, mostrando con la punta del bordón el cerco de un alambrado distante, donde al parecer ramoneaba una majada.
—¿Y esa es suya?
—Es decir—contestó con sonrisa irónica, — es mía… y… no lo es…
—¿Pero son de usted esas ovejas?
—No son ovejas, ¡son tumbas!…
—¡Ah!…
—Sí, señores… El cementerio del Fortín Vanguardia…
Eduardo Talero – La voz del desierto – 1907
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Texto extraído de: La voz del Desierto, de Eduardo Talero, publicado en 1907
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