Sucedió hace muchos años. Esperaba encontrar lugares y gente que me inspiren. Siempre a la espera de que algo mágico, milagroso, inesperado, apareciera de repente. Lo que nunca había pensado hasta ese momento, era que la persona inspiradora, el suceso mágico e inesperado, el milagro, tal vez podía ser yo.
Estaba en Trailatue y decidí ir a Colipilli. Cuando llegué al sitio donde los caminos se bifurcan, tenía dos opciones que llevaban al mismo punto. Para la izquierda el camino seguro y bien mantenido, el que habitualmente usa la gente del lugar. Para la derecha, el empinado y difícil, el que atravesaba la montaña, que no usaba casi nadie por estar abandonado, casi clausurado, pero que acortaba la distancia. Decidí la derecha, el atravesar la montaña. Quería problemas, no soluciones.
Arrimé curioso mi nariz contra el vidrio para tratar de espiar el interior de la escuela que el reflejo del sol no dejaba ver. Ella era una joven que no llegaba a los treinta años y era portera en el colegio. Me miró sorprendida y tras unos segundos me pidió sonriendo que pasara. Asombrado acepté la invitación, algo avergonzado por haber sido sorprendido espiando. Me ofreció una silla y un mate. Luego, sin dejar de sonreír preguntó:
– ¿Vos eras la persona que llegó en moto por el camino abandonado de la montaña hace unos días?
– Sí, era yo –respondí – por cierto, muy malo está ese camino.
– Es que está intransitable y es peligroso. Nadie se arriesga a pasar por ahí. Además, el precipicio da un poco de miedo. Hace años que no se usa.
Nos dimos cuenta que no sabíamos nuestros nombres. Luego de decirle primero el mío, ella me dijo el suyo, Josefina. También me dijo que había nacido en la comunidad mapuche de los Miches.
– Conozco a varias personas de allí – le dije – de hecho, el año pasado estuve varios días.
Sentí que luego de decir esto, empezó a prestarme una muy rara atención. Para demostrarle mi conocimiento de la gente de Los Miches, empecé a nombrar a toda la gente que conocía, especialmente a los que llevaban su mismo apellido. Había pasado más de un año de mi estancia allá y si bien me acordaba de muchos nombres, cuando terminé de nombrar a todos los que recordaba, busqué mi libreta de apuntes, que llevaba siempre conmigo, y en donde tenía mis notas de viajes. En una determinada página tenía anotados cuatro nombres. Se los mostré para que los leyera, y al hacerlo, noté que la expresión de su rostro cambió repentinamente.
Se sentó en un banco, y con ojos afligidos empezó a contarme una historia.
– Hace varios días que estoy muy apenada y triste por una situación que me desgarra el alma y me mantiene paralizada. Dos días atrás estaba sentada mirando el cerro cuando por el viejo camino que nadie usa vi una luz. No pude distinguir qué o quién era. Avanzaba muy lentamente. Seguramente lo hacía porque un tropezón o una resbalada en esos lugares son muy peligrosos. Me di cuenta que era una moto, pero era desconocida para todos nosotros. La gente del puesto sanitario de la comunidad tiene una moto parecida, pero de color rojo, y esta que bajaba era blanca. Durante veinte minutos observé el descenso siguiendo esa luz con la mirada y mientras lo hacía mi angustia desaparecía por completo.
Extrañado continué escuchando su relato
– Al día siguiente – continuó – lo veo a Alberto, el agente sanitario de esta comunidad, que me saluda y me dice que hay una persona que quiere conocerme.
– ¿Quién es? – le pregunté.
– Una persona que llegó en moto ayer y se va a quedar unos días a conocer la comunidad – respondió Alberto.
– ¿Una moto blanca?
-– Sí
– ¿Me conoce?
-– No, pero como se enteró de que había alguien de Los Miches y él estuvo allá hace un año, preguntó quién era. Cuando le dije tu nombre, dijo que no te conocía, pero que pasaría en algún momento a verte, que quiere conocerte.
Josefina me observó fijamente varios segundos. Yo me mantuve en silencio. Entonces continuó:
– Ahora ya nos presentamos, no creo que sea casualidad, pero reconozco que te estaba esperando. Y las personas que tenías anotadas en la libreta son justamente el motivo de mi sufrimiento.
Ahora el sorprendido era yo. Entre tantos miles de seres, me crucé en esa pequeña comunidad entre los cerros, con alguien que está disgustado con la gente que me recibió muy amablemente en otra comunidad, no tan cercana pero igual de solitaria, un año atrás. A esa persona le muestro mi libreta de apuntes con mis notas de aquella vez, que tiene los nombres de las personas que son motivo de su sufrimiento en este preciso momento. ¿Podría ser tanta coincidencia?
– ¿Por qué me esperabas? – pregunté
– En otro momento te lo cuento – continuó – pero te pido un favor, que vengas esta noche a comer a casa. Vas a ser bienvenido. Le avisaré a mi suegra, que vive con nosotros y es casi como mi mamá adoptiva. Estoy segura que ella se pondrá muy contenta.
Prometí ir. Seguimos tomando algunos mates, junto a su esposo que llegó en ese momento, un muchacho joven y amable de la misma edad que ella. Trabajaba en la estancia vecina, que precisamente tenía conflictos de tierras con su comunidad mapuche. Por ese motivo –confesaba- algunos de sus compadres no lo veían con buenos ojos. – Pero ¿qué puedo hacer…? – se justificaba – No tengo animales, no tengo nada, y en el único lugar donde se puede conseguir trabajo es en la estancia. Si no trabajo, ¿con qué le doy de comer a mi familia y a mis hijos…? – decía mientras sostenía a su pequeña hija en brazos y su otro hijo pequeño correteaba a su alrededor.
Me costó llegar a su casa esa noche, porque el sendero inclinado, angosto y lleno de piedras puntiagudas estaba oscuro por falta de luna. A la dificultad de ir en moto, se sumó la presencia de un frío cortante.
Me estaban esperando. Habían sacrificado un chivo solo por mí, como un obsequio a mi presencia. Solo tenían cinco chivos y se habían quedado con cuatro. Era increíble – pensaba – como gente que no tenía nada, ofrecía el único recurso de subsistencia con el que contaban, aún a riesgo de agotarlo, solo con el objetivo de agasajarme. Eran muchos, más de diez, y no había cubiertos para todos. Me ofrecieron un cuchillo y un tenedor, pero yo preferí comer con las manos como ellos.
Toda la familia estaba presente. En realidad, era toda la familia del esposo de Josefina, ya que ella había venido de otra comunidad. La sala de la habitación tenía una lamparita de poca luz en el centro. Las paredes de adobe desteñido no estaban pintadas y profundizaban la sensación de penumbra, que daban al ambiente un aire misterioso, único e irrepetible. Parecía que todos me estaban aguardando, me observaban, me querían conocer. En una esquina estaba la única mesa del cuarto, con dos bancos largos para sentarse. Saludé a todos, uno por uno. Y la última fue a la madre del esposo, que era la dueña de casa y la de mayor autoridad al hablar. Debía tener unos cincuenta años, parecía sacada de un cuento fantástico. La penumbra del lugar agigantaba su figura. Nadie hablaba cuando ella lo hacía, y si alguno quería opinar la miraba para obtener su aprobación, con la única excepción esa noche de Josefina, la que me había invitado, que precisamente haciendo que todos los presentes le prestaran atención, mientras cenábamos empezó a relatar la forma en que nos habíamos conocido. Llegó a la parte de la libreta y contó que toda la gente que le había nombrado era su familia, con los que ella estaba distanciada hace mucho tiempo, pero no con todos, aclaró. Ellos cuidaban a su hija más grande, de trece años. Se las había dejado a cargo casi cuando nació, pues se vino a vivir a esta comunidad de muy adolescente dejándola a cargo de sus padres. Sin embargo, mantenía contacto telefónico con ellos, por supuesto dentro de las modestas posibilidades que provocaba vivir en esa comunidad, donde no había señal de celular y solo había un teléfono semipúblico ubicado en el puesto sanitario. Me di cuenta que todos sus familiares ya sabían todo lo que se estaba relatando, por lo que se dedicaban a mirarme con demasiada curiosidad. Comprendí que la hija de la que estaba hablando no era hija de su actual esposo. También comprendí en eso una historia triste, de la que era mejor no profundizar.
El problema que la angustiaba era que esa hija suya, la estaba llamado repetidamente pidiéndole por favor que la fuera a buscar, que se la llevase a su comunidad porque le estaban pasando cosas muy feas con su familia. Cuando le preguntaban qué cosas feas le estaban sucediendo, ella no respondía, se ponía a llorar.
Le pregunté a Josefina cuál era el impedimento para traerla a esta comunidad, y me dijo que no tenían plata para pagar la manutención que le exigían sus familiares por haberla cuidado y alimentado todos esos años.
En ese momento no correspondía que yo opinara ni diera mi parecer sin saber si es una costumbre aceptada, o tan solo un hecho aislado, o cómo es que se producía esa situación. Además, hacerlo no ayudaría en nada y era necesario terminar de escuchar todo el relato.
Pregunté luego qué iban a hacer entonces, y presuroso respondió su esposo que nada podían hacer, puesto que en el supuesto caso de poder juntar la plata que pedían, cuando se dieran cuenta que habían podido reunir el dinero, pedirían más, haciendo de la situación una rueda interminable.
Luego de haber escuchado varios de los razonamientos del esposo de Josefina, que por un momento tomó la palabra, me di cuenta enseguida que el impedimento más importante que existía era él. Su modo dubitativo y temeroso no ayudaba en nada. Era una buena persona, pero todo le parecía difícil, siempre se aferraba a las formas, buscaba ser correcto sin arriesgar nada. Se esperaba de él que tomara decisiones, pero lo único que transmitía eran inseguridades. Creía yo que realmente no tomaba dimensión del sufrimiento de Josefina, tal vez porque la hija de ella, no era hija suya.
Me mantuve callado escuchando todas las voces que explicaban y argumentaban para que yo entendiera. Fue bastante el tiempo que estuve de ese modo. Mientras tanto pensaba la situación. Y de pronto comprendí lo que ellos estaban buscando. Necesitaban justificarse por lo que no pudieron hacer y por lo que consideraban que se podía hacer. Necesitaban seguridad, y sobre todo, necesitaban una decisión. Y abandonando mi rol de oyente, hablé.
– Si yo fuera vos – le dije a la angustiada madre – me iría ya mismo hasta Los Miches, esperaría a que mi hija salga de colegio, y ahí mismo la traería para acá. Si ambos lo desean, no deben dudarlo ni un instante. Tu hija te lo está pidiendo, te lo está rogando. Además, es lo que más querés hacer, lo sé. Eso es lo que tienen que hacer.
– Van a decir que la raptó – exclamó el marido de Josefina interrumpiendo – Además, vamos a quedar mal, ¿qué van a decir o pensar de nosotros en las dos comunidades si actuamos de esa manera?
– Una madre no comete rapto con su hija. Creo que siempre te estas fijando en lo que piensan los demás. No te debería importar lo que piensen otros, sino lo que vos pienses.
– ¿Y si nos hacen algún juicio? – continuó
– ¡Qué hagan todos los juicios que quieran!, total madre e hija estarán juntas y reunidas, se darán fuerzas una a otra para seguir adelante. De todas maneras, si a la justicia hay que ir de todas formas, que sea así y no por una causa judicial que prolongue la separación, tal vez durante años. ¡A veces, algo hay que arriesgar…! Que se preocupen ellos por la justicia, no ustedes.
– Pero sería una deshonra si no pagamos – insistió
– No dije que no pagaran. Si consideran que lo deben hacer, háganlo, pero una hija no es un objeto ni una mercancía. No hay que considerar ningún pago previo. Pacten algo si lo desean, aunque no tengan que hacerlo, no sé…, un pago en cuotas, por ejemplo, pero con la niña en esta casa.
Se hizo un profundo silencio. Me miraban todos. Me paré y dije:
– Esta semana va a estar la hija de Josefina en esta casa, … ¿me lo prometés…? – le pregunté serio al esposo de Josefina.
– Pero hay un problema – volvió a insistir.
Ya me estaba fastidiando, sus miedos y sus dudas contagiaban a toda la familia. Tenía que terminarse esa situación.
– ¿Cuál problema? – pregunté haciéndome el disgustado.
Ir hasta Los Miches implica un costo que no podemos afrontar. Tenemos roto el auto y hasta que no cobre dentro de quince días no lo puedo arreglar. Además, hay que llenarle el tanque, y eso también suma. Todo muy lindo, pero la realidad es otra –dijo como queriendo convencerme.
Me quedé callado un instante y le pregunté qué tenía el auto. Con lujo de detalles me lo explicó.
– ¿Y qué más? -pregunté
– ¿Y qué más qué?
– ¿qué otra excusa más vas a tener para no ir? – le dije mirándolo con molestia – Si el auto estuviera arreglado y con combustible, ¿irías?
– …si… – respondió sin mucha convicción.
-– Entonces se acabaron los problemas porque yo les voy a dar el dinero para que arreglen el auto y lo llenen de combustible. Yo que apenas los conozco estoy dispuesto a ayudar, pero vos, si amás a tu esposa, deberías ayudar mucho más. Ahora les toca a ustedes. Y no quiero seguir hablando más de esto.
Josefina, incrédula como todos de lo que estaba pasando, no cabía en sí. Se acercó y me abrazó con lágrimas en los ojos y me dijo – ¡gracias, muchas gracias! –
El esposo de ella, también se acercó tímidamente y como si de repente lo hubiesen cambiado por otro, prometió conmovido que al día siguiente empezaría a preparar todo para tener el vehículo listo cuanto antes para ir a buscar a la hija de su esposa.
La suegra abrazaba feliz a su nuera, a quien amaba como a su hija, y fue entonces que intercambiaron unas palabras que no comprendí bien en ese momento pero que me sorprendieron:
– ¿Viste?, ¡te dije que era él!
– Si hija, – respondió la suegra– apenas lo vi, lo supe.
Decidí partir al día siguiente, luego de varios días de estadía en la comunidad. El dinero que había prometido ya lo había entregado. Me despedí de todos los que pude y me puse a preparar la moto y sujetar mi equipaje. Estaba en esa tarea, con varias de mis pertenencias desparramadas por la tierra a la espera de ser acomodadas, cuando llegó Josefina. Yo creía que solo a despedirse. Me preguntó si antes de que yo partiera la podía escuchar, porque necesitaba contarme la parte de la historia que yo aún no sabía.
Interrumpí lo que estaba haciendo. Nunca olvidaré lo que me dijo.
– Hace varios días que angustiada por los llamados de mi hija que me pedía que por favor la fuera a buscar, que la sacara de dónde estaba y la trajera para acá, desesperada por no tener los medios y las dudas de mi marido, viendo que estaba totalmente sola en mi dolor, me alejé varios kilómetros por el campo, y sentada en una piedra cerré los ojos y me puse a rezar con mucha fuerza, como nunca antes lo había hecho en mi vida, pidiendo ayuda para poder traer a mi hija, además de que mi esposo me acompañase. Estuve así largo tiempo rezando con mucha fuerza, no sé cuánto tiempo, pero sé que fue mucho, hasta que abrí los ojos. Tenía a la montaña de frente. Miré hacia ella y vi una luz que descendía muy lentamente por el antiguo camino que nadie usa, ni siquiera la gente de acá. Era una moto de alguien desconocido. Me quedé mirando esa luz hasta que desapareció. Sucedió algo extraño porque mientras miraba esa luz, encontré algo de paz. Soñé con que esa luz viniera en mi ayuda. Luego me enteré que la moto se detuvo en la comunidad, al lado del puesto sanitario. Y que quien iba en ella decidió quedarse unos días. Algo muy raro pues ningún extraño viene a quedarse acá. Durante dos días quise verte, pero nunca te encontraba. Para colmo mi casa queda algo distante, a varios kilómetros, y solo podía acercarme caminando. Me dijeron que andabas recorriendo la comunidad. A la noche, caminaba varios kilómetros hasta donde estaba tu carpa, sabía que estabas ahí pero no me animaba a llamarte, tal vez estuvieras durmiendo. Además, no sabía que decirte. Luego tuve miedo de que te fueras. Me dijeron que preguntaste por mí, que querías conocerme. ¿Cómo puede ser, me preguntaba, que quisiera conocerme si no me conoce? Eso no hizo más que afianzar mi convicción de que era una señal de lo que con tanta fe había pedido. Nos encontramos cuando fuiste a conocer la escuela de manera accidental, porque cuando yo quise forzar el encuentro, nunca resultó. Luego me mostraste la libreta con los nombres de mis familiares, entonces me estremecí. ¿Cómo podía ser que venga un desconocido con los nombres anotados de quienes me hacen sufrir? Luego a la noche durante la cena, tu presencia destrabó los dos impedimentos que había, el del dinero y el de los temores de mi esposo. Sé que no estás acá de casualidad. A lo mejor no te diste cuenta. Pero yo pedí que vinieras. Yo pedí ayuda y vos apareciste, fuiste enviado sin saberlo. Ahora, estamos preparando todo para ir a buscar a mi hija. Cuando todo finalice y ella esté acá, le voy a contar la historia de un milagro, la historia de una persona que apareció por la montaña para hacer que ella estuviera con nosotros.
Rodrigo Tarruella
Más Neuquén es una publicación declarada de interés por el Congreso de la Nación (355-D-20 y 1392-D-2021 / OD 391) y la Legislatura del Neuquén (2373/18), por su aporte al conocimiento e historia del Neuquén.
¿Te gusta la historia neuquina? ¿Tenés algo que contar o compartir y querés colaborar con Más Neuquén? Entonces hacé Click Aquí
También podés ayudarnos compartiendo este artículo en las redes sociales.